Inmaduros hay en todas partes

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Inmaduros hay en todas partes

Ewa Kobylecka

Cuando hace un par de días Nicolás Hochman me escribió que estaban festejando el primer aniversario del Congreso Gombrowicz y buscaban textos “conmemorativos”, pensé: qué más fácil y agradable que rememorar aquel evento insólito. Me propuse, pues, elogiar el Congreso por su lado científico, ya que, indudablemente, tuvo el mérito de reunir a varios académicos desde diferentes partes del mundo. Pero, tras pensarlo bien, me dije que este no era su principal mérito –al fin y al cabo, si se les ofrece a los académicos un destino tan seductor como Buenos Aires…– y que el Congreso se distinguía de entre muchos otros a los que asistí por otra cosa: por hacer vivir el espíritu gombrowicziano en los eventos extra-académicos, como Operación Bochinche, la muestra de dibujo o el city tour. En resumen, por llegar a reciclar el mito a punto de desaparecer. Finalmente, pensaba recordar amistades que hice en el Congreso y que me empeñé en cultivar con una determinación que suele serme ajena.

Pero antes de poder versar estas ideas en el papel electrónico, leí dos textos “conmemorativos” que publicaron en la página web –el de Nicolás y el de Yolanda– y me dije que lo mío era demasiado banal y previsible, a años luz del espíritu chispeante que reinaba en el congreso. Nicolás, en cambio, echaba mano del viejo tópico literario del engaño y la conspiración (sé por mi propia experiencia que a los futuros padres se les esconde celosamente el secreto de que los bebés sí, duermen más de doce horas, pero en intervalos de 10-15 minutos, entre los cuales necesitan rabiosamente la presencia de sus progenitores), mientras que Yolanda optaba por el tópico del viaje y el contacto con lo desconocido (el famoso café en saquitos). Así, para remediar la previsibilidad de mi testimonio, me lanzo a contar una anécdota que demuestra hasta qué punto las ideas gombrowiczianas cundieron ya entre el pueblo argentino. Una noche, tras asistir a la obra de teatro “Kronos, una calma erótica”, decidí tomar un taxi en una de las interminables calles porteñas, a la altura, digamos, cuarenta millones ochocientos mil. Pronto me di cuenta de que el taxista se abstuvo de tomar el camino más corto hacia Recoleta y que estaba dando vueltas por los barrios vecinos. Y cuando le hice observar tímidamente este detalle, él –en vez de acudir a las múltiples excusas más o menos plausibles, como cortes de calles, accidentes o manifestaciones nocturnas (cualquier extranjero sabe que a los argentinos les encanta manifestarse)– optó por decirme simplemente: “es que los argentinos somos todavía muy inmaduros”.

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