Tandil

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Jorge Consiglio descubrió a Gombrowicz de manera un poco gombrowicziana o por lo menos adolescentona: en la puerta de un colegio. Acá cuenta cómo encontró, en el diario de un escritor tandilense, una anécdota (totalmente witoldiana) sobre Witoldo tomando un té en una a biblioteca.

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La piedra movediza de Tandil era una masa compacta de granito de 300 toneladas que permanecía en equilibrio apoyada en una base mínima al borde de un precipicio. Para explicar este fenómeno, los geólogos dijeron que los agentes climáticos erosionaron el cerro fragmentándolo y produciendo desmembramientos con formas redondeadas que terminaron cayendo hacia la base. Varios estudiosos del tema, entre ellos Juan José Nágera, coincidieron en que la piedra “siempre estuvo cayendo” pero, por un lapso de siglos o milenios, el azar y el clima permitieron su insólita estabilidad.

Averigüé estos datos en 2003, cuando tuve que ir a Tandil a dar unos talleres de actualización a un par de escuelas. Paraba en el Hotel Madrid, que era lugar de paredes altas. Mi cuarto no tenía ventanas. Era un rectángulo con una cama estrecha. Durante el día había que tener encendida la luz. Lo bueno es que cenaba en una parrilla en la que servían una carne incomparable. En ese lugar probé la mejor entraña de mi vida. Así se lo dije a un muchacho que conocí en el curso, un flaco muy amable de cara alargada, Ezequiel Zubiarde. Era el bibliotecario en uno de los colegios. Su hobby era la historia argentina. Hilvanaba teorías infinitas: empezaba con la Guerra del Paraguay y cerraba con Aramburu. Un viernes me invitó a comer a su casa: empanadas de carne cortada a cuchillo. Para ser recíproco a su atención, llevé vino y mi flamante libro de poemas, que determinó el rumbo de la charla en la sobremesa. Ezequiel me contó que un tío suyo, Zubiarde Lamas, había sido un escritor sutil, pero que la obra de Joaquín V. González había eclipsado su creatividad. “El precio del deslumbramiento”, comentó el bibliotecario. Después dijo que Zubiarde Lamas había escrito un diario y que en la intimidad de esas confesiones que no esperaban lector alcanzaba su mayor brillo. Agregó, como al pasar, que su tío había sido amigo de Gombrowicz, con el que había mantenido largas conversaciones en los cafés de Tandil. “En su diario, mi tío se explaya sobre estas charlas que a veces duraban noches enteras”. Confieso que me intrigó. Le pedí el diario prestado.

gombro

Fueron dos tardes de lectura intensa. Sinceramente, esperaba más de Zubiarde Lamas. Tenía una prosa muy ornamentada que conspiraba contra la atención del lector. Sus temas preferidos eran la apicultura y la obra de Joaquín V. González. Citaba párrafos completos de Mis montañas sobre los que después opinaba. Al contrario de lo que su sobrino me había dicho, hablaba poco de Gombrowicz. Había sólo dos historias. El tema de la primera era un cruce efímero con el polaco en un café de Tandil; en la segunda, contaba una reunión en la biblioteca. Esta narración valía la pena. El escritor tandilense decía no compartir las opiniones de Gombrowicz, ni las literarias ni las políticas. Hacía una vaga mención a un juicio del polaco sobre la temeridad extrema del hitlerismo. Sin embargo, lo más notable era la descripción que hacía Zubiarde Lamas de un momento en que Witoldo tomaba la merienda. Cito:

“Tomaba la taza, que era grande y estaba adornada por una guarda zigzagueante de flores azules, con el índice y el pulgar de la mano derecha. Con sus ojos de piedra contemplaba el contenido, como si fuera un mar en miniatura, y sorbía. Al comienzo, sus movimientos fueron delicados, pero casi enseguida se tornaron tan ávidos que resultaron repulsivos. Tomaba el café con leche con brutalidad y comía las galletas dulces, que Celia había puesto en un platito hondo, movido por la más franca desesperación. Sus labios, armoniosos en su forma, delgados, apenas insinuados, se posaban en la losa como moscas en la basura. El ruido que hacía Witold Gomgrowicz al beber era tan fuerte que hizo que la gente que atiende la cocina –Celia, entre ellos se asomara, desconcertada, a la sala. Toda esta escena, reñida con el buen gusto, ejemplifica, con meridiana claridad, uno de los peores defectos que un hombre puede tener: la codicia. Simple y llanamente, la codicia. Ahora, yo –con la autoridad que me da haber sido testigo de semejante acontecimiento- me pregunto: ¿Cómo se puede escuchar a un hombre que ostenta su bajeza proclamando a los cuatro vientos su Tesis sobre la Desigualdad Humana? O ¿cómo se puede hablar del “amaneramiento” de Proust con la boca todavía cargada con una masa hedionda de comida? Me consuelo en el pensamiento de Francisco de Quevedo: No hace la codicia que suceda lo que queremos, ni el temor que no suceda lo que recelamos”.

Busqué en el Diario argentino de Gombrowicz alusiones a Zubiarde Lamas, pero no encontré ninguna. Quizás el autor de Cosmos ni siquiera reparó en la presencia del tandilense o no se interesó por su mirada, que se atornillaba en sus gestos y lo condenaba. Otra posibilidad es que la historia sea una ficción del tal Zubiarde. ¿Por qué no? Luis Chitarroni dice que la figura de Gombrowicz es un campo fecundo de anécdotas falsas. Y yo creo que es un juicio muy cierto.

jorge consiglio