Un maestro indiscutible de la forma

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Un maestro indiscutible de la forma

Luis Chitarroni escribe para la revista Ñ este texto sobre Cosmos, que es también un desglose de la obra witoldiana, y en el que revisa no solo la concepción gombrowicziana de forma, sino también sus afinidades literarias.

http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/resenas/maestro-indiscutible-forma_0_1475852440.html

En Cosmos (1963) Gombrowicz se plantea ordenar el caos. Consecuencia del desmadejamiento de las vanguardias, este afán tiene como mandarín supremo a Paul Valéry, quien intuyó con serenidad –la serenidad provenía de Mallarmé, del cenáculo, de una sapiencia curada del escándalo– e instruyó a su vez que los problemas del arte podían reducirse al orden y el desorden. Es una lástima que Witoldo no se “conectara” acá con J.R. Wilcock antes de que el exclusivismo de Victoria Ocampo y Surlos apartara de manera desafiante. El autor de El caos iba a sostener con él una especie de duelo de “simetría inversa” –en terminología levistrossiana–, yéndose de la Argentina a Italia. (La colección de relatos de Wilcock tiene además cierta analogía con Bakakay del polaco).

CosmosEl modo que Gombrowicz adopta para hacerlo en Cosmos es el policial. En un escritor de sus características, se sospecha la travesura o la estafa. Ambas están presentes. Veamos cómo hubieran procedido otros. Para escapar de los ingleses y de Borges y Bioy, de costumbres tan conocidas, dos catalanes (no vamos a dar nombres) se proponen escribir un policial. Lo hacen copiando con gusto y subvirtiendo a medias las reglas y leyes del género: el cadáver queda intacto, con remiendos. A Gombrowicz ni se le ocurre. Dos anomalías, dos puntos de partida, dice Gombrowicz que traza en Cosmos , y entre ellas tiende un puente de sentido –gorrión colgado, bocas femeninas, Katasia y Lena–, que es la misión de un escritor en su salsa, un escritor ajeno a cualquier ejercicio de sumisión. Y un policial sui generis , como se ve. El quiere llegar, como un Roussel sin ábaco, de un acontecimiento a otro o, para razonar mejor “la época”, y atarle los cordones a la década en que fue publicada Cosmos , representar así “la realidad”, el cadáver último del policial metafísico. Esto favorece otra confusión: ¿A qué llamaba Gombrowiz, en efecto, “forma”? Parece no estar ni de lejos asociado con el principio formal, algo que descontábamos también, tomando en cuenta su manifiesta inteligencia de ajedrecista, su amor por lo irreverente y su perseverancia en cualquier error.

A fines de los setenta, cuando leí Cosmos , comencé a decir, con inmodestia característica, que sospechaba que con Gombrowicz se trataba, menos que de un invento francés, de una superstición local. Poco después leí el Diario argentino y advertí algo paradójico: ese escritor que, salvo en contadas dosis, no dejaba rastros de genio en su ficción, era uno de los mejores diaristas que hubiera leído. La confesión de Gombrowicz al respecto no alimenta dudas: “Pero sólo cuando me sentí a mis anchas en el Diario , sentí que también yo tenía una pluma en la mano: un sentimiento artístico que no me habían deparado ni Ferdydurke ni las otras obras artísticas, que se habían escrito solas…” (p.535).

Como a menudo ocurre, la conformidad completa con el autor no es la prueba por la que cualquiera debe sentirse ufano. En realidad, y contrario sensu , habría que otorgarle al poder de contracción y contradicción dinámico de Gombrowicz –a su ritmo y a su dialéctica– el valor de una forma. Por eso el paratexto que acompaña Cosmos resulta definitivo al respecto (proviene precisamente del Diario). La “forma” es el elemento indispensable de cualquier proyecto artístico, lo inherente a él, aquello en que se apoya –y Gombrowicz era un maestro indiscutible– el peso absoluto de su persuasión. Y puede darse el lujo, desde luego, sobre todo en esos tiempos de exaltación kandinskiana, de ser invisible por compulsión pueril.

Witold Gombrowicz, Vencefot. Bohdan Paczowski

En Cosmos es tan difícil encontrar aquello que Gombrowicz puso como lo que no puso. Eso no tiene que ver con la traducción (que suponemos apropiada) ni con las correctas exageraciones e imprecisiones del relato. Si saltara de un escaque a otro con la libertad que pretende, el tiempo de su tiempo quedaría abolido. Abolido quedó empero cierto didactismo irreverente, que procedía del conocimiento de los libros más conocidos (los tres de Ubú, el Faustroll) y la lectura más superficial de Jarry, mientras se evade de cualquier aura o Zeitgeist la rara constitución que permitía leer, en consentido anacronismo a comienzos de los setenta, a Roussel, Gadda y Guimaraes Rosa como si participaran de la misma cruzada liberadora.

Hay un punto en que la neurosis estratégica, topográfica de Gombrowicz (“nacemos en el tiempo pero morimos en el espacio”), su edificada impaciencia, trazan una línea tan efímera como un aleteo. Mejor dicho, insustancial, porque tampoco deja registro de esa fugacidad, de esa desaparición, de ese fantasma, un ya borrado sigilo (que se convierte en huella digital filosófica). Curioso que se imprimiera, curioso que se registrara en la historia de la literatura cuando Virgilio Piñera (miembro del comité de traducción de Ferdydurke , el amigo común y adversario de otro genio, Lezama Lima, y especie de correveidile entre ambos), dejaba que este último fugara del poema con una sentencia inexorable: “el principio formal babea”. Mientras desparramaba a sus anchas en Paradiso una imaginación tan solidificada y atrabiliaria como una memoria distorsionada y fiel de la prolija, profusa realidad.