WITOLD GOMBROWICZ, ENTRE LAS RAMAS Y EL BARRO
Victoria Liendo
Introducción
Este artículo, en el que me concentraré únicamente en el análisis de textos de Witold Gombrowicz, resulta del trabajo de investigación que actualmente estoy llevando a cabo en la Universidad de Paris 8 bajo la dirección de Julio Premat. Mi tesis estudia la construcción del Yo en las obras de Witold Gombrowicz y Victoria Ocampo, un cruce que para muchos resulta por lo menos curioso. “¿Qué tienen en común Victoria Ocampo y Witold Gombrowicz?” es la pregunta que probablemente más he escuchado en los últimos tres años y cuyo énfasis reside en la evidencia de que tanto las figuras que estos dos escritores diseñan en el campo cultural argentino como su producción textual se han inscrito y han sido siempre leídas bajo signos opuestos.
Es indiscutible el contrapunto que el cotejo de ambos escritores propone: Gombrowicz, polaco exiliado en Buenos Aires, ha sabido construir con sus textos y con su vida un verdadero paradigma del margen en los mismos años que Victoria Ocampo supo ocupar un lugar central en la producción cultural porteña. Al mismo tiempo, los mínimos cruces biográficos que existen entre los dos plantean cierta animosidad: primero, porque son unilaterales, como las críticas a Victoria Ocampo que se registran en el Diario; segundo, por la literalidad del proyecto de revista que Gombrowicz inicia con Virgilio Piñera en 1947, de la que solo existen dos números, el primero titulado Aurora y el segundo Victrola. Quizá sea, en efecto, la radicalidad que representan uno y otro, como por ejemplo el rechazo por parte de Gombrowicz a cierta lógica de élite literaria que Ocampo encarna y promueve, lo que dificulte la percepción de una importante lista de conexiones iluminadoras entre ambas obras. Empecemos por nombrar los diferentes ejes transversales que comparten tales como la dimensión autobiográfica, la importancia y la pregunta por el concepto de nación, la interdependencia entre vida y obra, la traducción, el viaje, la figura del extranjero, la noción de periferia o “país inferior” respecto de un centro que encarna París, el cosmopolitismo y la teatralidad. Por mi parte, observo a su vez ciertos efectos similares que se desprenden de sus obras del Yo, escritas desde tan disímiles lugares de enunciación, tales como la figura de un “lector imposible” como horizonte de escritura contra el cual el Yo hace eco, el combate contra ese lector imposible que el Yo viene justamente a construir, a hacer existir, a generar y el vínculo que se establece entre escritura y supervivencia a partir de la primera persona, como si se tratara de la búsqueda privada pero en voz alta de una forma de existir.
La noción de clase social, por otra parte, resulta un elemento altamente operante en ambas obras. En este trabajo voy a concentrarme en la construcción autobiográfica de la infancia y de la percepción de la propia clase en su relación con las poéticas, y la construcción de escritor que ambos hicieron. Leeremos el fenómeno en la obra de Gombrowicz a partir de dos textos autobiográficos: uno escrito y publicado un año antes de morir, Testament (1968), y otro póstumo, Recuerdos de Polonia (1977).
El primero se trata de una serie de entrevistas que Dominique de Roux le propone a Gombrowicz en 1967. Gombrowicz vive en Vence, Francia, con su mujer Rita. Su salud está deteriorada, su asma cada vez más aguda. A causa de esta razón médica y de otra lingüística, las entrevistas no serán orales sino que Gombrowicz responde por escrito y en polaco a las diferentes preguntas que le hace de Roux. El texto guarda, sin embargo, una fuerte impronta oral, como si en efecto estuviera reproduciendo el ambiente de entrecasa en que dichas entrevistas se llevaron a cabo durante las diferentes visitas de de Roux a Vence, como si fuera una larga e íntima conversación de sobremesa que, paradójicamente, tiene como destinatario al mundo entero. Testament, último libro que Gombrowicz ve publicarse en París antes de su muerte, se ofrece al lector como un legado final –el epílogo justo–, pero también como la constancia en vida de un reconocimiento literario que tardó demasiado en llegar. El texto se divide en diferentes capítulos que van tratando los grandes temas de su obra de manera cronológica. El primero se llama “Los orígenes”, donde habla de su familia y su infancia; el segundo, “Los comienzos”, donde relata sus inicios literarios.
Recuerdos de Polonia no escapa tampoco a la oralidad. Por el contrario, resulta de un proyecto radial que finalmente nunca se concreta para la Radio Europe Libre de Munich. Entre 1959 y 1961, Gombrowicz escribe pequeños relatos de quince minutos de duración en los que narra su vida en Polonia desde sus primeros años hasta el exilio que ignora será definitivo. El sentido de esta “biografía edulcorada”, como él mismo la llama, responde a un fin extraliterario, a saber, dar a conocer su visión del país natal (por entonces bajo la órbita soviética) desde un enfoque singular: “Según la perspectiva de alguien que reside hace veinte años en el extranjero, según una perspectiva occidental, americana”1 (Gombrowicz, 1977: 11). Estos textos descansan desconocidos entre los papeles póstumos del escritor, hasta que en 1976 su mujer Rita los encuentra.
Sufrimientos infantiles
Gombrowicz anuncia en los textos autobiográficos estudiados la fuerte relación de interdependencia que existe entre la vida y el arte. Esto tiene al menos dos alcances: el primero consiste en señalar que sus obras no son simples juegos de lenguaje ni los resultados aleatorios de una misteriosa inclinación por el absurdo sino que surgen de la vida y en la vida, es decir, del drama cotidiano del hombre y en los cafés adonde este suele sentarse a pasar un momento del día; el segundo, que resulta particularmente pertinente para este análisis, se ocupa de afirmar la particular relación que se establece entre su obra y su vida. Ya no es en “la vida” sino en sus propios “sufrimientos infantiles” donde se sitúa el origen de su arte.
Para empezar, diré que siempre reinó en mi casa natal, a pesar de las apariencias, una gran disonancia, que no paraba de desgarrar mis orejas de niño. Había muchas razones por las cuales esto era así, una de las principales la incompatibilidad de temperamento entre mi madre y mi padre. (Gombrowicz, 2003: 12)
¿En qué consiste esta “disonancia” fundamental que desarregla los sentidos del niño Witold? ¿De dónde surge este ruido que desde sus primeros años lo inicia al arte? De que su padre era lituano y su madre polaca, de que él era elegante, sobrio y tranquilo mientras que ella era “inconsecuente”, “exaltada” y “nerviosa”, de que él tenía campos pero ella era de ciudad, contradicciones que condenan a Gombrowicz a una identidad inestable que cristaliza en la figura del “entre”. Ni polaco ni lituano, ni citadino ni de campo, ni similar a la naturaleza paterna ni idéntico al temperamento de la madre, el hiato entre dos modelos geográficos, de carácter y de estilo, estructura la primera autoconfiguración del escritor eslavo: “No son éstos sino los primeros de los ‘entre’ que en adelante se multiplicarán al punto de convertirse en mi residencia, en mi verdadera patria” (Gombrowicz, 1996: 9).
Ahora bien, estas diferencias de territorio y temperamento se explican cabalmente en relación con la siguiente trama social: la familia paterna, cuyo origen noble se remonta al siglo XVI, dos siglos después había perdido en Lituania su tierra y poderío; la familia materna, si bien de un rango social inferior en Polonia, gozaba de una buena posición económica. Es relevante mencionar que la nobleza lituana atesoraba en la época un estatus más elevado que la nobleza polaca. En su artículo “Mon frère Witold et nos origines” publicado en el Cahier de l’Herne No 14, Jerzy Gombrowicz lo explica con el ejemplo de los nombres propios: mientras que en Polonia un mismo nombre, ya ramificado por la evolución histórica, podía designar a diferentes familias de parentescos desdibujados, en Lituania seguía conservándose como propiedad de una sola y misma descendencia. La trama íntima de la familia Gombrowicz se entreteje en el laberinto de jerarquías y desaires que estos matices de rango generan:
La nobleza lituana atestiguaba de un desprecio altanero hacia estos recién- llegados, originarios en su mayoría de la pequeña nobleza, que habían dejado “La Corona” para buscar fortuna en los espacios más vastos y menos poblados del mercado del este. (Cahier de l’Herne: 1971, 20)
Los Gombrowicz, por el contrario, sin pertenecer a la más alta nobleza, se distinguían de los demás propietarios polacos a causa del linaje lituano paterno:
Nosotros, los Gombrowicz, nos hemos siempre considerados “un grado por encima” de los terratenientes de la región de Sandomierz, a causa sobre todo de diversos lazos de parentesco que nos quedaban de la época lituana y también porque la nobleza lituana, más rica e instalada desde hacía varios siglos sobre esas tierras, podía vanagloriarse de una tradición más pura, de una historia más precisa y de funciones más importantes. (Gombrowicz, 2003: 10)
La diferencia de clase se erige como un primer clivaje sobre el que se estructurará la obra futura. La configuración que el niño elabora de la sociedad, de su familia y de sí mismo está sesgada por esta jerarquía, al punto que llega a determinar el posicionamiento estético del escritor en que se convertirá.
El mundo queda para siempre dividido en dos: los aristócratas y los que no lo son. Nos interesa leer esta fractura de raíz social como una fértil ambivalencia en el origen que nutre los textos de infancia de Gombrowicz. Además de distinguir dos territorios (el salón y el establo), dos modelos de belleza (la propiedad del noble en su “clan cerrado” y los pies descalzos del peón) y una afirmación ética (la “verdadera vida” de la clase trabajadora contra la “irrealidad” de la clase alta), la diferencia de clase ilumina dos movimientos contradictorios pero indisociables en la novela familiar del escritor polaco. Si por un lado Gombrowicz construye un pensamiento ético y estético que lo salve de sus sufrimientos de infancia, por el otro constatamos una suerte de “pulsión de clase” que insistirá permanentemente a lo largo de su producción literaria. La consciencia de clase configura un impasse: ¿qué lugar hay para el yo entre el nosotros y el ellos?
Esta disonancia de clase en el origen se traduce en una esencia “doble” que desata su anormalidad: “¿Dónde buscar esta falla secreta que me expulsaba fuera del rebaño humano?” (Gombrowicz, 1996: 20); “Una cosa más: yo tenía ya en esa época una vida doble. Había en mí algo oscuro” (Gombrowicz, 1996: 15). Lo abyecto aparece como respuesta a lo alto, como bien subraya la lectura de Ferdydurke que Bruno Schulz realiza en la conferencia de 1938 y Gombrowicz rescata en Testament: “Schulz subrayaba que ese mundo no nacía tanto de la liberación del instinto como de la degradación de la Forma” (Gombrowicz, 1996: 58). Este posicionamiento en lo inferior puede leerse también en relación con la elección del objeto sexual, que aparece en los relatos autobiográficos y en la ficción como una reacción al fenómeno de clase: su sexualidad infantil se despierta en la cocina con las sirvientas y en el establo con los peones cuando está en la casa del campo mientras que en la ciudad de sus años púberes sale de noche en busca de “mujeres de la peor especie” que, aclara, no son prostitutas sino “algo peor”.
La fuerza sexual me empujaba hacia lo bajo, hacia la calle, hacia aventuras secretas y solitarias en los lejanos suburbios de Varsovia con chicas de la peor especie. No, no se trataba de putas, en estas torpes aventuras yo buscaba justamente la salud, algo que fuera elemental, eso que había de más bajo y por eso mismo de más auténtico. (Gombrowicz, 1968: 21)
Quizá algunos cuentos de Bakakai, como “En la escalera de servicio”, estén construidos a partir de estas anécdotas biográficas: allí, el protagonista frecuenta después del trabajo barrios alejados y pobres donde intenta seducir a las sirvientas más feas de la ciudad. El puerto de Retiro, en los textos argentinos, forma parte de esta misma dinámica.
Sueños diurnos
El concepto de novela familiar nos sirve para analizar este conflicto con el origen en relación con la clase social. En su artículo de 1909, Freud lo utiliza para hablar de las primeras ficciones infantiles, sueños diurnos en los que el niño se vuelve autor de su propia genealogía: al inventarse una filiación “mejor”, corrige una realidad que, tal y cual comienza a percibirla, lo ha decepcionado. Nos interesan de este artículo tres aspectos: primero, que estas fantasías del niño nacen a partir de un sentimiento de exclusión; segundo, que esta estrategia contra el abandono se manifiesta en un deseo de ambición y de erotismo “social”;2 tercero, esta primera operación “literaria” del niño funciona como una maniobra de supervivencia y reparación, como si hubiera, más allá de la propia decepción, algo de la realidad que estos niños tienen que venir a compensar o incluso expiar.
La novela familiar que podemos rastrear en los textos de infancia de Witold Gombrowicz consiste en la tensión entre dos relatos, dos motivos, dos movimientos: el que va hacia el árbol genealógico, el linaje y los nombres propios, y el que se repliega sobre el peón, la sirvienta, el criado y el obrero. En esta presentación voy a concentrarme en el estudio del primero, es decir, de lo que pulsa hacia las alturas de una genealogía aristocrática ya ratée. Quedará para un futuro trabajo el análisis de la importancia del criado en la novela familiar de Gombrowicz –o de cualquiera de los avatares de este otro “inferior” que se multiplican en sus textos– y los efectos que a partir de allí podemos leer en toda su obra.
Retomemos ahora la figura del “entre” sobre la cual Gombrowicz construye su subjetividad y a partir de la cual elige ofrecernos en 1968 una representación inaugural de sí mismo. El conflicto entre dos posiciones que desde la primera infancia desgarra al niño Witold –dos posiciones cuya relación es necesariamente vertical (una alta y otra baja)– se corresponde con la identidad fracturada y secreta de un hombre que ya a los quince años mantiene una doble vida: de día hace excursiones con sus compañeros de colegio de buena sociedad y de noche se adentra en los suburbios buscando un contacto con las clases más bajas. “Yo volvía de mis paseos salvajes a mi vida ‘como se debe’ de nene de mamá, a mis ingenuidades de ‘joven de buena familia’. ¿Cómo esto y aquello podían coexistir en mí?” (Gombrowicz, 1996: 21). Esta temprana ambivalencia da forma a su novela familiar e indetermina el lugar en la sociedad que Gombrowicz niño elabora para sí mismo; de la misma forma, complejiza la posible solución que su arte querrá apurarle: “Si yo sentía adoración por alguien, era por el esclavo. Pero no sabía que adorando al esclavo me convertía en aristócrata” (Gombrowicz, 1996: 15).
Una cosquilla incómoda
Tres veces aparece en la obra de Gombrowicz el incipit del cuento “El diario de Stefan Czarniecki” (Bakakai). El personaje-narrador, que percibe en su hogar una dolorosa disonancia tácita entre sus padres (que él llama “secreto”), ignora que su madre, a pesar de las apariencias, no es católica de nacimiento como su padre y sino judía. La incompatibilidad de clase que registramos en su biografía se representa en la ficción como un tabú religioso, lo que, dado el lugar y el año de publicación (Varsovia, 1933), cobra dimensiones ciertamente más inquietantes.3 El cuento, que es el turbador y paródico relato de este descubrimiento, comienza con la frase: “Nací y crecí en una casa muy respetable”4 (Gombrowicz, 1986: 220).
La segunda vez que aparece esta frase es entre comillas al comienzo de Recuerdos de Polonia, citada por el propio Gombrowicz para encabezar el relato de su vida polaca. Pero en esta oportunidad el escritor distingue el uso que le dio en la ficción para explicar que él había sido de hecho “El benjamín mimado de lo que se dice una familia ‘respetable’ –pero acá la palabra respetable debe entenderse sin matiz irónico, porque era una casa de buena gente y que tenía principios” (Gombrowicz, 2003: 9).
La tercera es en Testament, donde asistimos a una variante inmediata de este incipit en donde el adjetivo “respetable” se reemplaza directamente con una demarcación de clase: “Sobre mi familia, en primer lugar. No es menor. Yo desciendo de una familia noble…” (Gombrowicz, 1996: 8).
La aristocracia se percibe en Gombrowicz como una obviedad difícil, sobre todo desde una perspectiva argentina: en los años del exilio, si bien se explicita a partir de la ostentación jocosa de un falso título nobiliario, permanece en el imaginario cultural rioplatense como una pose decadente, algo decorativo, exterior, fingido; una burla. La leyenda que Gombrowicz construyó con su vida lumpen en el bajo Flores, pasando las tardes en el Café Rex y las noches en el puerto de Retiro, refuerzan esta percepción. El desprecio del escritor polaco por las élites literarias porteñas (a las que al mismo tiempo buscó tímidamente pertenecer5) y la marcada fascinación por una realidad “inferior” tendrían como contratara un origen noble que, según lo ejemplifica la insistencia del incipit citado, no resulta obsoleto.
Ahora bien, para hablar de clase en Gombrowicz es necesario retener dos niveles, uno familiar y otro nacional: por una parte, la mencionada diferencia de rango entre sus padres, que se redoblará más tarde en la diferencia entre él y sus compañeros de colegio aristócratas,6 entre la alta sociedad de Varsovia y su casa;7 por otra parte, el país de su infancia, es decir, las familias terratenientes polacas de principios de siglo XX. En el No 12 de la revista Cistre dedicado a Gombrowicz, Rosine Georgin realiza una “paleontología” del escritor eslavo, donde explica el estilo de vida que cultivaban estas familias en esa época, un estilo anacrónico debido a la inmovilidad en que dicha sociedad rural permaneció durante la primera mitad del siglo XX, como si desde el siglo XVI el tiempo no hubiera pasado. Este desfase tiene dos consecuencias. La primera, una cadencia cotidiana dictada por las formas hiperbólicas de una nobleza fuera de época:
Heredero de este orgullo de clase, Gombrowicz es también heredero de la desposesión nacional. Solo subsiste el recuerdo de la grandeza del pasado, recuerdo querido y piadosamente transmitido de generación en generación. No hace falta ser un gran experto para imaginar la vida cotidiana de estos hidalgos quiméricos. Las relaciones entre la vecindad estaban restringidas a la parentela, o a la “gente” en el sentido antiguo del término. Pero las distancias son largas y los inviernos rudos. Pasan las semanas rumiando viejos rencores dentro del círculo familiar o machando las eternas cantinelas sobre el revoltijo de árboles genealógicos y las primadas a la moda Sármata. La sangre azul no impide la indigencia material. Poca gente es rica, algunos son pobres, pero las apariencias obligan a sostener un estilo de casa. (Georgin, 1987: 27)
La segunda consecuencia del desfase es una sociedad que promueve fervientemente los valores patrióticos de una nación ilusoria, inflada de grandes discursos que intentan compensar una ausencia material que confirman día a día. La siguiente cita del estudio de Georgin resulta muy gráfica:
En 1939, todavía, caballeros con lanzas a caballo arremetían contra los tanques. Es en esta sociedad irrisoria y patética que nace Witold Gombrowicz. Pasa su juventud en un entorno donde el verbo es patológico. Constata siendo niño la mentira del adulto, el divorcio esquizofrénico entre el mito y la realidad. (28)
Como si Polonia fuera una suerte de Don Quijote encaprichado con un tiempo que ya pasó, un Quijote ridículo y absurdo que no hace reír a Gombrowicz como a un lector moderno, sino que estas “dolorosas aventuras con las deformaciones de la forma polaca” (Gombrowicz, 2003: 15) actúan en Witold niño como “una cosquilla” incómoda: “Nos retorcemos de risa, pero no es agradable” (15).
La “clase alta” se configura en la imaginación infantil en sintonía con este roman nacional, que a su vez se corresponde con el carácter tilingo de la madre, origen simultáneo de sus tormentos infantiles y de su arte. La aristocracia se convierte en la representación de una carencia, es decir, en la marca de un “complejo de inferioridad” que define a su madre, a su sociedad y a su nación, y frente al cual el niño conoce la “vergüenza”, una vergüenza que en sus textos llama también “humillación”.8 Al contrario del padre, quien “salva” a la casa familiar de convertirse en un nido de locos, la madre encarna para el niño Witold la “irrealidad”, “la vida artificial”, el absurdo. El discurso nacional se fusiona con la teatralidad de la nobleza terrateniente que el niño descubre en su madre, quien ostenta algo que no tiene y se vanagloria creyendo ser lo contrario a lo que es: “Ella no era sino la admiración por todo lo que no era. (…) Con qué santa ingenuidad no se identificaba ella misma a lo que admiraba!” (Gombrowicz, 1996: 11). Ella será, según sus palabras, “la primera quimera contra la cual se atacará” (13). Y de ella, repite varias veces en los textos analizados, nace su arte, específicamente de las discusiones que los tres hijos varones arremetían contra la inconsecuencia materna (para, de paso, ganarse el agrado de su mucama Aniela).
¡Hola, Árbol!
Desde mi infancia, el artificio de mi vida burguesa, fácil, era para mí una pesadilla. Esta sensación de irrealidad no me abandonaba más, siempre “entre” y nunca “adentro”, yo era semejante a una sombra, a una quimera. (Gombrowicz, 2003: 27)
Como hemos visto hasta acá, madre, vida burguesa, artificio y “entre” configuran la percepción de clase que el niño elabora en su infancia. Una percepción que le niega una identidad fija, idealizada, que él llama “realidad” de las clases bajas, y lo condena a un mundo en el que “el hombre crea al hombre”, cifra primordial de su poética en cuyo núcleo opera la deformación: “Yo no sé quién soy pero sufro cuando me deforman. Mi ‘yo’ no es más que mi voluntad de ser yo mismo” (Gombrowicz, 1996: 74). La pregunta por la pertenencia a un círculo social superior (y cerrado) implica inestabilidad, impostura y exceso; consecuentemente, expone al yo a la inevitable deformación de toda posible autenticidad. Resulta por lo tanto iluminador el análisis de ciertas escenas infantiles donde la novela familiar del niño Witold, a pesar de declaraciones como la citada, se libra a sueño diurno freudiano y cede al ferviente anhelo de una genealogía aristócrata. El niño que padece el “entre” se permite soñar con el “adentro”.
La primera de estas escenas coincide justamente con la entrada en escritura de Gombrowicz. Escrita en la casa de campo durante sus primeros años de pubertad:
La primera obra literaria de mi vida fue la monografía de l’illustrissima familia Gombrovici, como la bauticé pomposamente. Demorada en la etapa del manuscrito, no contenía por otra parte nada extraordinario, ya que los Gombrowicz nunca se elevaron por encima de la pequeña nobleza, pero cada detalle concerniente a los bienes, las funciones o las filiaciones me deleitaban y me incitaban a pavonearme todavía más. (Gombrowicz, 2003: 44)
¿Por qué llama a un manuscrito pomposo e inflado de detalles esnobs del que no queda ningún registro su “primera obra literaria”? ¿Por qué posiciona a esta narración empecinada en busca de ramas perdidas de un árbol que nunca existió como el proyecto inaugural de su escritura? ¿Por qué, si bien parece conocer el fracaso de esta férrea excavación genealógica, experimenta “delicias” con cada asomo de aristocracia y la acumulación de títulos o parentescos lo “incitan más aún” a pavonearse? El fantasma del nombre propio opera como un pliegue primordial en los comienzos de la poética de Gombrowicz.
La segunda escena es en el colegio, donde se dedica en las horas de clase a “practicar firmas suntuosas” que le procuran un goce revelador: adoptar por arte de su propio puño identidades inalcanzables, es decir, falsear su entrada en una rigurosa jerarquía: “Pasaba fraudulentamente de una clase a otra, por casualidad” (Gombrowicz, 2003: 62). La escritura se convierte en una estrategia de reparación de sí: se trata, por un lado, de recuperar un linaje que lo rescate de la indeterminación identitaria del “entre” y, por el otro, de imponerse a “las ventajas del nacimiento” –de las cuales se siente excluido– a través del juego de su pluma, un garabato de apellidos ajenos que va haciendo desfilar atrás de su nombre de pila.9
Es pertinente agregar que no es este el único texto del que Gombrowicz menciona la existencia a pesar de que no queden rastros de los manuscritos. Hay otro, del que dice haber sido el más audaz y probablemente el más valioso de toda su obra, que había partido de lo que puede leerse como una reacción a este “primer proyecto literario”: aturdido por una “cruel disparidad de nivel” que dominaba sus inicios literarios (todo lo que escribe resulta falso y torpe, incluso cuando él ya no siente ser ni tan falso ni tan torpe en la vida real, “La pluma me traicionaba”, explica), Gombrowicz decide escribir una novela “que fuera deliberadamente mala”, escrita con todo lo que habría en él “de malo, de inconfesable, de vergonzoso”. Pero una vez que la concluye, se la da leer a cierta señorita de confianza (una mujer que “cree en él”) cuya reacción es retirarle el trato. Frente a este rechazo, Gombrowicz entra en pánico y tira al fuego esta segunda- primera obra literaria: “Il n’en est rien resté” (Gombrowicz, 1996: 17-18). Estos dos movimientos que parecen disputarse el lugar del incipit absoluto, del primer inicio, hablan de una tensión entre lo alto y lo bajo, que necesariamente se pone en serie con categorías sociales tales como la aristocracia, por un lado, y lo socialmente inaceptable, por el otro, aquello que lo arrojaría fuera de los límites de la buena sociedad. Estos manuscritos perdidos, de los que no sabemos si en efecto existieron o si su mención responde a estrategias de autor, hacen funcionar una fértil tensión en los inicios literarios entre origen de clase y escritura, entre rango social y función de escritor.
En “La décision”, un artículo publicado por primera vez en el No 190 del Kurier Poranny (Varsovia, 1937), Gombrowicz desarrolla con notable humor el rasgo fundamental que define, según su juicio, a la nueva generación de escritores. El texto comienza afirmando que, si de la mujer se pueden obtener “diversos placeres”, del hombre “solo queda uno”: “El de imponerse” (Gombrowicz, 1989: 46). E imponerse, en este contexto, significa lograr aplastar a un hombre por gracia de un título nobiliario o de una descendencia, un juego de cartas que ya han sido echadas y solo se muestran para placer de unos pocos y sufrimiento de muchos:
Nosotros no los impresionábamos ni con la fuerza del intelecto, ni con las virtudes del corazón, ni con la belleza ni con la riqueza, en una palabra, con ninguno de los valores esenciales y profundos, lo hacíamos solo y únicamente con ese prejuicio ya pasado de moda que es la ventaja del nacimiento. Comenzamos maquinalmente a citar nuestras relaciones, nuestros lazos de parentesco e hicimos alarde de nuestros árboles genealógicos, pero cuando Pawel pronunció la palabra “príncipe” los dos señores levantaron la oreja: nuestro objetivo –impresionarlos– había sido alcanzado. (Gombrowicz, 1989: 48)
La “decisión” por la que parece preguntarse este artículo nos reenvía al clivaje infantil de la diferencia social: mientras pretende llamar la atención sobre cierta moda varsoviana entre los escritores “recién-llegados”, decide leerla desde una problemática de clase, es decir, desde una encrucijada íntima, el chirrido indeleble de su niñez, el ser o no ser “noble” que agrietó sus primeras percepciones.
La anacronía resulta una interesante clave de lectura: su madre y la pequeña nobleza exhiben obscenamente para el niño un desfase entre lo que son y lo que dicen ser, pero el padre y la nación sufren de una enfermedad anacrónica. Esta vez, el quiebre que abisma la percepción de sí y la realidad de sí es temporal: su padre cree ser lo que ya ha sido y ahora no puede seguir siendo; logra guardar en él, con su estampa y su propiedad, los vestigios de una época pasada. La estrategia de resolución paterna parece exitosa a ojos del hijo: si, por un lado, consigue generar con su sola presencia (por gracia de su aspecto y sus maneras) una confianza capaz de asegurarle altos puestos de trabajo,10 por el otro, es la única persona que todavía encarna, de manera auténtica, los valores de una nobleza extinguida tales como honrar la relación con los criados desde un fervor feudal y atravesar las tareas cotidianas que entrelazan a un señor con su mayordomo, como ser vestido, con total naturalidad y ligereza.9 Con menos éxito, la joven generación de escritores intenta conquistar para sí un lugar en la literatura nacional a través de un gesto démodé pero torpe, del que se percibe grotescamente un carácter de “fuera de época”, una fuerza anacrónica que se confunde con el tiempo de la niñez:
Hete aquí el tren que avanza a toda velocidad y nosotros, que estamos a bordo, nosotros los dos escritores modernos, en lugar de analizar, de observar la sociedad y de buscar sus puntos sensibles, nos contentamos con impresionar a alguno de manera anacrónica, como dos estudiantes de agricultura. ¿Por qué este regreso a la infancia? (Gombrowicz, 1989: 46)
“El fenómeno del culto del árbol genealógico” que somete al joven escritor (o sea, a él) se explica en el texto a partir de una búsqueda de liberación, de facilidad, de tacto, que logre eximirlo de las formas rígidas de una sociedad que él mismo intenta sortear sin darse cuenta de que cae irremediablemente en la trampa del “esnobismo por nacimiento”. En la ligereza y el tacto que el joven escritor persigue pueden leerse los restos de una admiración nunca enunciada por el padre anacrónico. La humorística mención a la agricultura –que connota el espacio paterno y convoca uno de los puntos débiles de su identidad, “Yo era supuestamente un ‘hijo de terrateniente’, un chico de campo pero no que no sabía distinguir la avena del trigo”11 (Gombrowicz, 2003: 77) –ilumina esta lectura. El padre representa lo contrario del absurdo que su madre encarna: es el único referente dentro del mundo privado de la familia que parece escapar a la “irrealidad” de su clase, quizá justamente gracias a su genuina anacronía. Del mismo modo, la joven generación, tiranizada por la “presión artificial” de las formas polacas, termina dándole “rienda suelta a lo que quedaba del antiguo esnobismo anacrónico”, frase que Gombrowicz acentúa con una elocuente invitación a que así sea si debe ser:
¡Que recule, si le parece bien hacerlo! Y es la razón por la cual el joven teórico de vanguardia le da hoy la espalda a las teorías sofisticadas para elevarse, por su nacimiento, más alto que el teórico de corrientes revolucionarias que se busca a toda prisa un parentesco y relaciones –y ahí está el joven socialista, endekista o conservador, que cultivan el culto del árbol genealógico para, bajo su sombra, decirles chau, aunque solo fuera por un instante, a sus propias opiniones. ¡Hola, Árbol! (Gombrowicz, 1989: 49)
Es a partir de esta línea de análisis que pueden releerse ciertas afirmaciones programáticas del escritor polaco en las que se cuela el enigma de la contradicción, el lector termina por preguntarse si dichas afirmaciones no estarán siendo enunciadas desde una ominosa seriedad de la que despunta una posible y sublime parodia, o si, en efecto, hay que tomar su palabra al pie de la letra:
La naturaleza del artista es instintivamente aristocrática (…). No olviden que el artista posee un sentido innato de la jerarquía, de la superioridad, del refinamiento y que el arte consiste en operar una despiadada segregación de valores, en elegir siempre el mejor, el superior, y en rechazar con desprecio todo lo que es común y vulgar. (Gombrowicz, 1996: 28. Las negritas son mías)
Elegir declararse “conde” tiene como objetivo un fin que es al mismo tiempo estético y paródico. Vestido con un traje viejo y raído, una pipa sostenida en los labios y el infaltable sombrero gastado, el título nobiliario le queda ridículo al punto de interpretarse sin desvíos como una franca sátira. No obstante, si bien a través de estrategias que hacen uso de la negativa y del revés, es innegable que la construcción del yo que Gombrowicz lleva a cabo en sus textos es aristocrática, en el sentido que se sirve de la verticalidad del refinamiento social para elaborar un lugar de enunciación que le sea propio. La obviedad difícil mencionada anteriormente gravita en la coexistencia de dos pulsiones: aquella que lo empuja a fundar una concepción del arte jerárquica basada en las metáforas de la sangre azul que mamó en su infancia (todo arte es o está generando una personalidad, parece decir) y la que lo atrae hacia lo bajo, motor de ficciones, de formas de vida y de un estilo sin precedentes: Gombrowicz se sube al árbol como un niño inquieto pero al mismo tiempo que lo trepa, lo escupe y lo patea, le mete la cuña con sus textos y su biografía alucinada.
Entre las ramas y el barro
Imaginemos un árbol. Imaginemos que tiene una copa frondosa de ramas altísimas, lejanas y azules, que se pierden en un cielo sin límites. Gombrowicz quiere trepar hasta esas cumbres celestes pero están demasiado lejos como para poder alcanzarlas. El cuello le duele de tanto mirar hacia arriba y entonces baja la mirada, entierra los ojos buscando las raíces de ese árbol, la tierra, el fango que le da vida. Gombrowicz se deja caer hacia la realidad el árbol, hacia lo más oscuro y lo más profundo de ese tronco que es él, siempre “entre” las ramas y el barro.
La lucha entre un gusto acentuado por el “sibaritismo” del noble y la admiración por la “simpleza” del criado encuentra una resolución distinta en cada una de las guerras mundiales que Gombrowicz atraviesa. Si en la primera, en Polonia, adopta una actitud radicalmente esnob (que funciona, por otra parte, como una resistencia a las exigencias militares que lo aterrorizan), en la segunda, en Argentina, se consagra (¿pero qué opción tiene?) a una vida marginal.13 Son dos formas de escapar al mismo conflicto (¿cómo ser polaco?, ¿cómo ser un Gombrowicz? y ¿cómo ser polaco, un Gombrowicz y él mismo?), de las que aquí nos interesa la primera.
En Recuerdos de Polonia, Gombrowicz cuenta cómo el final de la Primera Guerra hunde al país en una “nostalgia de occidente” que en él hará nido. La guerra del barro y la trinchera lo dejan sumido en un anhelo cuya imposibilidad hiere su identidad nacional: ¿por qué ellos, los polacos, no pueden ser como las grandes potencias de Europa? Citemos un diálogo que Gombrowicz tiene hacia 1919 con su hermano mayor Janusz, diálogo que no solo recuerda sino transcribe íntegro en el texto estudiado, como si fuera un reenactment necesario: están en el campo, en Maloszyce, pasando de la granja hacia el establo cuando al hermano menor se le ocurre la idea de construir un camino que les permitiese realizar ese mismo trayecto sin embarrarse los pies. El hermano mayor responde:
–¡Tonterías!
–¿Por qué?
–¡Porque el barro es el barro! Si yo hago un camino, me lo van a demoler en tres días.14 Mientras que el barro no se destruye. ¡El barro es el barro!
–Sí, el barro es el barro, ¡pero solamente acá! ¡Afuera es distinto! Ellos consiguen dominarlo. Pero acá, el barro es tan barro que con este barro… –¡Sos tonto! ¡Y ahí vienen las fantasías! Hay que pensar correctamente. Acá, ¡las condiciones son diferentes!
¡Condiciones diferentes! Para mí, Europa era antes de cualquier otra cosa eso: condiciones diferentes. (Gombrowicz, 2003: 30)
Mientras Polonia se ciñe a “una realidad espantosa” de la que escucha hablar a sus tíos, que condena al país a “ahogarse en la convicción de que la porquería es obligatoria”, Francia e Inglaterra representan para la mente infantil “todo lo contrario”: “Como si allá se pudiera salir del barro, sentir la tierra firme bajo los pies, como si recobráramos seguridad y libertad de movimiento” (Gombrowicz, 2003: 31).
La lógica que desde la infancia cuestiona la estructura de una sociedad jerárquica buscando un lugar propio (que no encuentra) se aplica, de este modo, a la configuración nacional que el niño elabora de su propio país. Como en la trama social, aquí también se erige, entre potencias distintas, el complejo de inferioridad que aturde a Gombrowicz, que rechaza, del cual se quiere arrancar (del cual quiere “amputarse”) para abrazar una verdad más cruda que, nuevamente, decide leer a partir de la metáfora de clase: “¡Complejo, pucha, incurable! Simplemente porque no es un complejo sino una realidad… la realidad, precisémoslo, de los padres pobres” (Gombrowicz, 2003: 53). “Ser hijo de pobre” implica una actitud, un porte, una conducta, una identidad. No se puede ser ingenuo, declara Gombrowicz, “uno no puede olvidarse de sí mismo” (53).
En un futuro trabajo me ocuparé de analizar este desplazamiento que pasa de estructurar la percepción infantil de la propia familia a configurar la identidad nacional del niño y del exiliado que terminará siendo. Un movimiento casi idéntico puede leerse en la autoconfiguración de Victoria Ocampo, cuya identidad nacional –pilar de su personalidad– también está sesgada por la jerarquía que representa Europa respecto de su origen sudamericano. Una figura de “nación inferior” puede rastrearse en identidades periféricas como la argentina y la polaca, fibra íntima compartida que el mismo Gombrowicz se encarga de resaltar:
Conocí más tarde en América la misma nostalgia atormentada por Europa –gente que, sabiendo que no podrían nunca permitirse atravesar el Atlántico, se compraban algún objeto europeo… una porcelana, un mapa de París o de Roma… y lo conservaban como una reliquia. (Gombrowicz, 2003: 31)
En la escala nacional, Polonia se convierte en un “hijo de pobre”, todo el país es un criado y, curiosamente, uno del que no se destacan la belleza de sus pies ni la simpleza de su vida verdadera, sino todo lo contrario: un origen que hace falta suprimir, escapar, dar de nuevo.
Yo me veía igual a esa gente joven que uno ve en las estaciones de tren de los pueblos de provincia, con sus petates en la mano, que están a punto de partir y mirando del tren que los va a llevar lejos murmuran: “Sí, tengo que arrancarme de mi ciudad natal, es muy angosta para mí, adiós, ciudad mía, quizá volveré, pero no antes de que el vasto mundo no haya hecho nacer por segunda vez”. (Gombrowicz, 1996: 47)
Citas
1 Las traducciones del francés son de la autora.
2 Me interesa cuestionar la naturalidad del vínculo entre el sufrimiento infantil en el proceso de separación de sus padres y la importancia de una trama social en subjetividades tan tempranas.
3 A esta connotación histórica hay que agregarle la importancia que los judíos tuvieron en la formación literaria de Gombrowicz en los cafés de Varsovia de los años 30. Sin haber logrado pertenecer a los círculos literarios más prestigiosos de la época, Gombrowicz encuentra en los judíos un lugar propio, la mesa en la que por fin cuenta con excelentes interlocutores. En Testament llega a decir que su apodo era “el rey de los judíos”, lo que, más allá de la comparación con Jesús, nos interesa por el título nobiliario que le imprime a la escena intelectual, infiltrando una verticalidad en la mesa literaria (Gombrowicz, 1996: 32).
4 La edición francesa propone la traducción “Je suis né dans une maison très respectable”.
5 La amistad con Mastronardi, la comida con los Bioy, la correspondencia que devela sus intentos por publicar en la revista Sur son algunos ejemplos.
6 “El esnobismo nos invadía a mis hermanos y a mí, era una cosa de alguna manera inevitable en nuestro pequeño mundo –y sin embargo, cosa extraña, no éramos tan tontos como para no pescar toda su ridiculez y toda su vanidad. Pero era en nosotros una manía, o incluso un juego, y esa lamentable mitología del esnobismo nos tenía agarrados, no nos soltaba más” (Gombrowicz, 1996: 19).
7 En Recuerdos de Polonia, Gombrowicz hace referencia al “complejo de inferioridad” que domina en su casa fundado en “La imposibilidad de frecuentar gente de un rango social más elevado” (Gombrowicz, 2003: 27).
8 La vergüenza y la humillación configuran un concepto clave en la poética de Gombrowicz, que delinea interesantes constelaciones en el estudio de la construcción del Yo.
9 Lamentablemente, no existen archivos donde rastrear estos iniciales ejercicios de estilo, por lo que solo nos resta imaginar a partir de las declaraciones autobiográficas del escritor a qué se parecían estos borradores de firmas falsas.
10 Una apariencia irreprochable, asociada a una mente sin particular profundidad, al centro de intereses limitados, pero funcionando con soltura, le aseguraron a mi padre puestos más bien representativos en diversos consejos y empresas nacionalizadas” (Gombrowicz, 2003: 12).
11 En Recuerdos de Polonia, Gombrowicz se explaya sobre la diferencia generacional que lo separaba tajantemente de su padre. Hay una escena en la que el padre se indigna solemnemente con su hijo menor al enterarse de que él ha invitado al teatro un domingo a una sirvienta joven que acaba de entrar a trabajar a la casa de su abuela. Sulfurado, el padre lo acusa de “desmoralizar” a los empleados domésticos con dicho comportamiento. Gombrowicz argumenta a su favor (y a favor de la joven sirvienta) que él le ha hecho una invitación a sucederse “durante sus horas libres” y la libertad de esas horas no debiera estar puesta en cuestión. La pelea no encontrará reconciliaciones. Resuenan en esta escena los recuerdos de infancia donde menciona el “contraste” entre “el comportamiento correcto y digno” del padre y las “extravagancias a las que se libraban (ellos) los hijos”, contraste que “(…) inspiraba a ciertas reflexiones del tipo de: ¿Qué diría de esto el Señor, su padre?” o si no “¡Qué lástima que no se parezcan al viejo Gombrowicz!” (Gombrowicz, 2003: 12).
12 En otros pasajes del mismo texto y de Testament se refiere a cierta “torpeza de campechano que lo acompleja.
13 Las vivencias y vicisitudes de Gombrowicz en la Primera Guerra Mundial se registran en Recuerdos de Polonia.
14 ¿Quiénes van a demoler el camino que él haga? ¿Quiénes representan este implícito “ellos”?
Bibliografía
Freud, Sigmund (1973) [1909]. “Le roman familial des névrosés”, en Névrose, psychose et perversion. París: PUF.
Georgin, Rosine (1977). Gombrowicz, Cistre No 2, Cahiers Trimestrels de Lettres Differentes, Laussane: L’Âge de l’homme, noviembre, 1977.
Gombrowicz, Witold (1986). Bakakai. Barcelona: Tusquets Editores. —– (1989). “La décision”, en Varia II. París: Christian Bourgois.
—– (1996). Testament. París: Folio.
—– (2003). Souvenirs de Pologne. París: Folio.
Jelénski, Constantin; De Roux, Dominique (ed.) (1971). Gombrowicz: Cahier dirigé par Constantin Jelenski et Dominique de Roux. París: Éditions de l’Herne.
Para leer El fantasma de Gombrowicz recorre la Argentina completo, pasen por acá.