Estropear el juego
Enrique Vila-Matas, que acaba de ganar el Formentor, es uno de los autores que vamos a estar viendo en el curso de lectura de y sobre Gombrowicz. Por acá les dejamos un texto suyo sobre Witoldo y la cultura.
http://elpais.com/diario/2001/11/24/babelia/1006562365_850215.html
Una persona cultivada -es decir, tú mismo, lector- hojea por la mañana, durante el desayuno, un suplemento cultural y lee apasionadamente una polémica entre -pongamos por caso- un estructuralista y un existencialista. Gombrowicz observa la escena, yo sé que la contempla. ¿Y qué comenta? Creo saberlo: ‘En esa polémica se habla de algo tan inteligente que resulta imposible concluir que en realidad es sencillamente estúpido…, estúpido porque nuestros dos pensadores aparentan ser más sabios de lo que son, y lo cierto es que saben muy poca cosa, e incluso ese poco lo saben a salto de mata, fragmentariamente (¿y acaso es posible en nuestros días saber las cosas de otro modo?)’.
Después, el lector de suplementos culturales va a ver una exposición inteligente de Balthus, y allí participa con fervor de lo que ve, pero como distraído. Luego, de regreso a casa, lee la mejor novela española del siglo pasado y se emociona y ve lo extraordinaria que es la novela, pero se aburre, bosteza, mira por la ventana. Para Gombrowicz, en ese pero se encuentra la clave de todo, se trata de ese pero que se sale de los límites del juego. Él mismo decía que su Diario -en mi opinión su obra más importante, porque en él realizó una nueva invención de la forma, llevó a cabo una nueva forma de escribir un diario- no se proponía profundizar nuestra cultura, enriquecerla, sino comprobar si está construida a nuestra medida y si permanece en el suelo con nosotros: ‘No es la cultura lo que me interesa, sino nuestras relaciones con ella. Mi punto de partida es pérfidamente simplista: todos jugamos a ser más sabios y más maduros de lo que somos’.
‘Mi objetivo es estropear el juego, en el fondo somos unos eternos mocosos’, escribió Gombrowicz
Cuando al final de su vida le preguntaban qué era lo que constituía su fuerza, Gombrowicz solía decir que para él todo en la vida era así y asá, inacabado, vago, insuficiente, y que ése era el verdadero lenguaje de la vida, y no ese otro, refinado, tan de suplemento cultural, tan elaborado, forzado, hinchado, tan falsamente sabio y en realidad estúpido; toda esa supuesta y ridícula madurez de la que nos vanagloriamos. Para Gombrowicz, la experiencia no aporta la madurez, no conduce a la forma, sólo progresamos en inexperiencia, envejecemos bajo el influjo oculto de nuestra inmadurez. Ya en su primer libro, Memorias del tiempo de la inmadurez, publicado en su Polonia natal en 1933, exponía estas ideas, pero fue acogido sarcásticamente por la crítica de su país, que decía que el autor había hecho muy bien en destacar su inmadurez en el título. Gombrowicz recordaba así tan crítico episodio: ‘¡Menuda tunda, como si mi cara fuera una pista de baile! Me batí en retirada, anonadado, espantado’. Pero prosiguió estropeando el juego de los críticos -en 1938 publicaba Ferdydurke, narrativa anómala donde la haya-, de espaldas a los ‘críticos hipopótamos, banda de infalibles maestros de escuela’, y de espaldas también a la concepción nietzscheana del superhombre. Aunque admiraba en muchos aspectos al pensador alemán, para Gombrowicz el hombre es siempre algo inacabado, y eso le llevaba a calificar como idiota esa idea de superhombre, de héroe.
‘En todo lo que escribo, uno de mis objetivos es estropear el juego, en el fondo somos unos eternos mocosos’. Este objetivo era uno de sus puntos de partida pérfidamente simplistas. Otro lo era su inmadura convicción de que la vida y la obra son una misma cosa. ‘En él’, dice Rita Gombrowicz, su mujer, ‘cada palabra se encarnaba en su vida. Fue un ser humano que trabajó mucho sobre sí mismo creando su propio estilo. Formaba parte de una categoría de escritores, Kafka podría ser otro ejemplo, para quienes su obra era la reencarnación de su propia personalidad’. Fue un egotista coherente, que se ocupó toda la vida de la salvación de su alma, creía en el hombre singular y no colectivizado. Y como ha escrito Sergio Pitol -traductor de varias de sus obras-, tuvo siempre la voluntad de ser uno mismo a pesar del conocimiento de que son los demás quienes nos crean. ‘No sé quién soy’, decía Gombrowicz, ‘pero sufro cuando me deforman, eso es todo’. Junto a Musil, es el narrador del siglo pasado que, sin cerrarlos, abrió más horizontes a la literatura del porvenir.
En un artículo que publicó con seudónimo en 1933, titulado sintomáticamente La literatura del porvenir, escribía Gombrowicz a propósito de Memorias del tiempo de la inmadurez, el libro que habían abofeteado los críticos hipopótamos. ‘Escrito con una inteligencia penetrante, con un talento original y eminente, con una inmensa imaginación. Uno se asombra de que el autor cale tan profundo en el alma humana simplemente por entretenerse, por estropear el juego’.