Los cuentos del polaco
Rafael Toriz reseñó Bacacay para el portal mexicano Ciudad de libros. El texto pone el eje en la búsqueda de una originalidad rupturista y los intentos de un joven Gombrowicz de madurar, igual que su amigo Bruno Schulz, hacia la infancia. Por acá les dejamos la reseña completa.
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Durante un viaje de reconocimiento que intentaba seguir el rastro de Gombrowicz por la Argentina en la primavera austral de 2006, intenté entrevistarme con algunos de los personajes que lo conocieron, fueron relevantes en su vida o de alguna manera pertenecieron a la constelación de afectos y correspondencias que suelen despertar los extranjeros con estilo en los espíritus sensibles de la cultura que los acoge, por lo que le escribí a Jorge Di Paola, el autor de Minga! (reeditada hace poco por el Fondo de Cultura Económica en una colección dirigida por Ricardo Piglia), para hacerle unas preguntas.
Por toda respuesta obtuve las siguientes palabras: “Sobre G. ya está todo dicho. Probablemente demasiado. Hace varios años que me tiene podrido. No él, pobre cadáver. El circo alrededor. Lea el diario del año 57 y apoye al que reside en el zócalo reclamando la presidencia (se refería a López Obrador). No hablo de nada con casi nadie. No es personal. Pero nunca más”.
De mal agüero es llevarle la contraria a un muerto, pero en esta ocasión, para alegría de los fanáticos y a contra pelo de la opinión del más amargo de sus discípulos, es motivo de regocijo oligofrénico asistir a uno de los fenómenos editoriales del año: la reedición deBacacay, el tomo de cuentos que Gombrowicz publicó en polaco bajo el título Memorias del tiempo de la Inmadurez (1933) que sería editado tiempo después con el nombre de Bakakaï(1957) en su lengua natal y a la postre sería la edición traducida por Sergio Pitol para Seix Barral en 1972, versión que circuló con soltura debido al bello ejemplar preparado por Tusquets en su colección Marginales de 1986 con portada de Gustav Klimt.
Lo primero que puede decirse del libro es que se trata de una obra desconcertante, no sólo por la ternura cruel que recorre sus páginas y el humor finísimo que transforma la sonrisa en mueca de espanto y ensordece la carcajada para embalsamar el llanto, sino por la atmósfera perversa y exótica que destila cada una de sus historias. Al leer al joven Gombrowicz —en una traducción ejemplar y gimnástica que invita a ronronear como gato envenenado— es posible darse cuenta de la visión compleja de una cultura periférica europea que se sabe sometida a los desdenes de occidente por desconocimiento y arrogancia, pero sobre todo, por aldeanismo galopante.
Algunos cuentos, pequeñas obras maestras que ya apuntalan sus ideas al respecto de la forma y la inmadurez que estallarán en Fedydurke y desarrollará en su Diario, dejan traslucir una voluntad de imposición negativa sostenida en la temeridad, el desparpajo y el talento. Si alguien supo decirle NO al convencionalismo, la moral, la familia, la literatura y sobre todo a sí mismo ese fue Witold Gombrowicz, personaje que a juzgar por sus cuadernos supo como pocos hacerse odiar.
El libro está poblado por aristócratas caníbales preocupados por Platón pero sobre todo por condimentar la coliflor; aparece también un relato extraordinario sobre las infinitas posibilidades de que un orate con estilo incendie el mundo de las convenciones de los cretinos endosando su cadáver como un tributo post mortem. En una obra cumbre como “En la escalera de servicio” hay no sólo un manual para enamorar a las criadas regordetas con cara de puñetazo sino un auténtico postulado estético, es decir, moral: “¿si todas las criadas tienen novio, y si ese novio las ama, las ama apasionadamente con toda su dosis de belleza y fealdad, podría, pues, afirmarse que también la fealdad es amada? Y, si es amada, ¿por qué se la combate?…Si alguien se dedica a amar sólo lo bello y elegante, ama sólo la mitad del ser humano”.
Cuentos como “La virginidad” ponen la mirada en un tema toral de la condición mundana: “alguien ha dicho que no hay nada más extraño que el atractivo físico. Debe ser un problema proteger a una muchacha cuya razón de existir es…seducir a los demás”. Y así nos hieren.
Es evidente que los textos están escritos con una intención de renovación y originalidad, un aire de bríos nuevos en los que el designio primordial es destruir o cuando menos socavar las construcciones morales en aras de una auténtica expresión de la espontaneidad: con este libro extraordinario es posible madurar, como quiso Bruno Schulz y otros valientes, hacia la infancia.
El tomo publicado por El cuenco de plata incorpora tres textos inéditos en castellano de los cuales “El drama de los señores barones” sigue la misma tónica desconcertante y “Pampelan en el parlante” invita a descubrir un aspecto desconocido del autor.
Sin embargo y partir de ahora, con la grafía que corresponde a una calle perdida del barrio de Flores de Buenos Aires, podremos disfrutar una vez más de los personajes inmundos y sublimes que deambulan por Bacacay.