Gombrowicz, Kafka y los peligros que acechan en lo ordinario
Cuando Gombrowicz prologó El casamiento hizo una advertencia al lector: “El alma de la obra está en otra parte, y si la queréis pescar fijaos no en teorías sino en vuestra propia cotidiana experiencia”. El texto que les dejamos parece retomar estas líneas, uniendo la afición gombrowicziana por la inmadurez y el absurdo kafkiano a los pliegues y repliegues que ofrece lo cotidiano. El texto es de Diego Rodríguez Landeros, y lo tomamos de acá.
http://estepais.com/site/2015/gombrowicz-kafka-y-los-peligros-que-acechan-en-lo-ordinario/
Jueves por la tarde
Hechizado, fascinado —perturbado—, leo el Diario argentino de Witold Gombrowicz. Me detengo en un fragmento donde narra un viaje en barco por el río Paraná. Como en casi todos los pasajes del libro, comienza a describir esa característica inacabada de la vida gracias a la cual sentimos que el tiempo avanza… pero no lo bastante, que estamos despiertos… pero no por entero, que al dormir soñamos… pero no del todo, que existimos… pero no lo suficiente. Leo que la navegación sobre el Paraná fluía sin mucha acción hasta que, de pronto, aparentemente, algo ocurrió, o “—para decirlo con mayor precisión— algo estalló, tal vez algo se rompió… en realidad no sé qué ocurrió”, dice Gombrowicz, “y es más, a decir verdad, nada ocurrió… pero precisamente eso, el que no hubiera ocurrido nada es más significativo y más horrible que si algo hubiera ocurrido.”
Desconcierto, duda, incertidumbre ante lo que sucede y, al mismo tiempo, no sucede con determinación, es decir, desconcierto ante la vida misma. Para comprender un poco mejor todo esto, es necesario tener en cuenta que la principal preocupación intelectual, estética, filosófica y moral de Gombrowicz fue la inmadurez, lo vulgar, la perenne indecisión de lo que no llega a cuajar ni a perfeccionarse. Su estado favorito de la materia era el plasma; su edad, la adolescencia. Hasta su nacionalidad fue inestable: un polaco desterrado casualmente en Argentina. Quizá por ello alcanzaba grados deslumbrantes de lucidez cuando hablaba de la fascinación que producen las cosas que no llegan a ser notables y cuyo único poder consiste en emitir débiles insinuaciones misteriosas.
Sigue la navegación por el Paraná:
“¿Qué hay de extraño en todo esto?”, se pregunta Gombrowicz, “¿Qué barco podría ser más ordinario? Qué cubierta más banal? Pero precisamente por eso, sí, por eso precisamente, nos encontramos del todo indefensos… frente a algo que nos amenaza… no podemos actuar porque ni siquiera hay razón para la más ligera inquietud, todo está en orden, un orden absoluto… sí, todo está en orden, hasta que bajo esta presión irresistible que se ha venido formando no reviente la cuerda, la cuerda, ¡¡¡la cuerda!!!”.
Es en esta capacidad para desconfiar de lo seguro, de lo común, donde creo que Gombrowicz coincide con Kafka. Porque ambos advirtieron que en el sendero de la vida vulgar surgen “secretas bifurcaciones que conducen a paraderos incógnitos”. Porque los dos se dieron cuenta de que en la pradera de la existencia banal acechan absurdos que, precisamente por no ser comprobables, ponen en jaque la validez y la certidumbre de eso que llamamos vida normal.
Por ejemplo, si uno lee El proceso de Kafka, advierte que lo terrible de la novela radica en que postula la existencia de una realidad hostil dentro de los pliegues de la realidad cotidiana. Esa realidad hostil está encarnada por el tribunal que acusa a Josef K., tribunal que es enorme y se hace presente en todas partes (Josef abre casualmente un armario de su propia casa y encuentra oficinas, abogados y jueces), pero que al mismo tiempo pasa inadvertido por la mayoría de las personas que, al no tener un proceso acusatorio en su contra, jamás se percatan de que una instancia judicial trabaja casi enfrente de sus narices. A propósito de esa característica omnipresente y mimética del tribunal kafkiano, Roberto Calasso comenta: “Este es el verdadero terror: que exista una vida normal y proceda sin sobresaltos, pero que en el interior (en los armarios, en la buhardillas de edificios ruinosos) exista otra vida con objetivos completamente distintos y opere con toda tranquilidad, como protegida por la envoltura de la vida normal. Si es así, ya no será posible referirse a una normalidad, y todavía menos a una naturaleza, porque una y otra serán sospechosas de servir tan sólo de cobertura a otro proceso, que sigue su propia dirección y que tiene otro significado.” Sencillamente espeluznante.
Ahora, si bien es cierto que tanto Kafka como Gombrowicz sabían que la vida ordinaria no es tan inofensiva como suele creerse, la diferencia entre ellos se encuentra en que el checo advertía en el muro de lo cotidiano pequeñas fisuras que conducen a otra realidad a menudo amenazante, punitiva y excluyente, mientras que el polaco —fascinado y perplejo— presentía inconsistencias en el indeciso fluir de la existencia, en el hecho de que la vida ordinaria —única realidad que para él había— jamás lograra trascender el estado de absurda inmadurez que, por otro lado, es lo único que se puede esperar del mundo.
Viernes por la mañana
Ayer, después de escribir mis inmaduras impresiones sobre Kafka y Gombrowicz, cené tacos en un puesto callejero. Me disponía a servirme salsa verde cuando vi a un hombre salir de lo que me pareció una puerta pintada en la pared. Lo repito: no una puerta de verdad sino una puerta pintada.
Vi con asombró cómo el hombre caminaba hacia mí y me decía que tuviera cuidado con la salsa porque picaba mucho. Lo escuché claramente pero me pareció que en realidad no fuera eso… como si hubiera querido decirme algo distinto… como si hubiera hablado de la salsa para no decir lo que realmente tenía que decir.
El hombre se detuvo a mi lado durante unos segundos —aunque también pudieron ser minutos enteros— hasta que se decidió a pedir unos tacos. Entonces, casi estoy seguro, hizo lo siguiente: se sirvió salsa… pero con indecisión, exprimió un par de limones… pero no lo suficiente, devoró con vehemencia… pero no lo bastante, pagó su consumo… ¡pero no del todo!, y luego se fue por donde había llegado.
Sí, es cierto que el hombre se fue, caminó de regreso y de nuevo entró en la puerta pintada. Eso, creo, es innegable. Sin embargo —tengo que confesarlo—, su presencia aún no me abandona, la siento aquí, insistente, veleidosa, pegada a mi costado.
Desconcierto, incertidumbre, extrañeza.