Recuerdos de Witoldo
En esta entrevista de Pedro B. Rey para La Nación, Marie-Rita Labrosse, alias Rita Gombrowicz, habla sobre los últimos días con Gombrowicz, allá por Vence. En la nota aparecen temas literarios (Borges, Thomas Mann y el canon argentino) pero también aspectos de la vida más cotidiana en Europa.
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En 1960, antes de que Gombrowicz abandonara la Argentina, cuando su nombre empezaba a circular por Europa, un diario berlinés lo convocó para que respondiera una encuesta sobre sus libros preferidos. Eligió, entre otros, Ubú Rey , de Alfred Jarry: “No voy a esforzarme en explicar a alguien que no conoce mi Ferdydurke por qué elijo esta obra escrita bajo su pupitre escolar por un mocoso de diecisiete años: libro infantil, insolente, arrogante, impregnado de genial ligereza”. Finalmente, sin mencionar ningún libro en particular, reivindicaba a Thomas Mann:
El único escritor contemporáneo al que me hubiera gustado besarle la mano. Nadie exploró tan profundamente mis meandros más secretos, nadie se ha adaptado mejor a mis cambios de humor. Poco importa que, a la luz de las tendencias contemporáneas, represente una magnífica afirmación del pasado: sus anacronismos (incluso los formales) revelan una organización espiritual que supera de lejos el pensamiento, incluso el tono, de la literatura actual.
La predilección por Jarry y Mann revela hasta qué punto la figura de Witold Gombrowicz resulta todavía hoy irreductible. ¿Lo representa mejor la infantilización voluntaria, provocadora, de “Filifor forrado de niño”, aquel relato perdido dentro de Ferdydurke , y su reivindicación de la inmadurez contra el rígido mundo de la forma? ¿O la Argentina de Transatlántico , hecha a su medida (como Nabokov hizo en Lolita unos Estados Unidos a su medida), o esa especie de arte poética velada y sarcástica que es Cosmos ? ¿O el diario masivo que fue escribiendo ad hoc para Kultura, la influyente revista parisiense de la emigración polaca? Quizás obra escrita y vida de Gombrowicz, tan diferentes, de verdad declinen, como él mismo intuía, la personalidad de un hombre concreto en que la chacota de Jarry y la espiritualidad de Mann no impliquen necesariamente contradicción.
Después de vivir 24 años en la Argentina (en una pobreza insumisa, acopiando un anecdotario hoy legendario), en 1963 Gombrowicz aceptó una invitación de la Fundación Ford en Berlín. Terminó por trasladarse a Francia, donde conoció a una jovencísima estudiante canadiense, Marie-Rita Labrosse. “Yo estaba escribiendo mi tesis sobre Colette -recuerda hoy Rita Gombrowicz, de paso por Buenos Aires-, y él me convenció para que lo acompañara: “Sería mejor que hagas una tesis sobre mí; te la escribo yo en dos semanas’. Me rechazaron la idea: en aquella época era obligatorio conocer el idioma de un autor, y yo no sabía polaco. Witold estaba furioso. Fue en el mismísimo 68”.
“Witoldo” -como se hacía llamar por sus amigos- murió en 1969. Rita visitó por primera vez la Argentina en 1973, guiada por Gustave Kotkowski, primo de Gombrowicz que también vivió en Buenos Aires, y que le fue presentando a amigos y discípulos. “Vine a la Argentina sólo porque Witold me hablaba de los argentinos cada día que pasamos juntos. Y cuando vine descubrí que toda esa gente tenía mi misma edad. Éramos todos jóvenes discípulos, como en los Evangelios, aunque podíamos tener miradas diferentes sobre él.”
Fue aquella visita, al descubrir que su recuerdo seguía tan vivo, la que la decidió a escribir un libro sobre las dos décadas y media que Gombrowicz pasó en el país, desde la llegada casual en la nave de bandera polaca Chorby, en 1939, hasta su partida del puerto de Buenos Aires, en 1963. A fines de 1978, Rita volvió para investigar, recolectar documentos, hacer entrevistas. “Una biografía en movimiento”, define ella misma su libro Gombrowicz en Argentina , el volumen que El Cuenco de Plata volvió disponible pocos años atrás, en una nueva traducción. El libro que recoge testimonios en primera persona e intercambios epistolares, reconstruye cronológicamente los distintos períodos argentinos del escritor al modo de un coro. Rita Gombrowicz se encontró con amigos de la comunidad polaca, con compañeros de trabajo o disimulados mecenas, con sus muchos amigos juveniles de Buenos Aires y Tandil. También con algunos escritores, como Silvina Ocampo o Borges, con los que el trato del “altanero” Gombrowicz no fue del todo feliz. Mucho después Borges seguía dedicándole, de creerles a los diarios de Bioy Casares, palabras sarcásticas: “Es asombroso cómo algunos escritores ilegibles engañan a personas más inteligentes y complejas que ellos. El culto de Lautréamont ha decaído, pero en Europa la gente habla en serio de Gombrowicz”.
-Siempre se dijo que la idea original de Gombrowicz era volver a la Argentina, ¿era así?
-Cuando lo conocí en Francia, él acababa de llegar de Berlín, donde había sufrido una campaña de desprestigio del gobierno comunista polaco. No sé si como consecuencia de eso había tenido que pasar dos meses en el hospital. Estaba enfermo, tenía asma, no podía volver por una simple cuestión física. Pero sí puedo asegurar que tenía el pasaje para la Argentina en el bolsillo. Cuando me pidió que lo acompañara al sur de Francia [en septiembre de 1964 Gombrowicz y Rita volaron a Niza para, poco después, instalarse en Vence] se suponía que era por unos pocos meses. No fue sólo por mí que se quedó: también entendió que había llegado el momento de vivir en Europa. Había muchas actividades sobre él, y el éxito de la puesta de El casamiento , que hizo Jorge Lavelli, fue fundamental. Era para él la vuelta a la libertad, la posibilidad de trabajar en su obra.
-La estancia tan prolongada en la Argentina dejó una huella demorada pero profunda en la literatura argentina. ¿Es un exceso considerarlo parte de ella, como a veces se hace?
-Algo de razón hay. Sobre todo porque la versión en español de Ferdydurke [que hizo con la ayuda de Virgilio Piñera y un comité de traducción] difiere bastante de la que se publicó en polaco antes de la Segunda Guerra Mundial. Pero quizá lo mejor sea considerarlo un escritor universal y sin fronteras. Además de polaco, porque Gombrowicz trabajó con esa lengua, inventó palabras y expresiones que terminaron por pasar en Polonia a la lengua corriente.
-¿Conoce aquella sentencia, con algo de boutade , de una obra de Ricardo Piglia: “Borges es el mejor escritor argentino del siglo XIX y Gombrowicz, el mejor del XX”?
-No, pero tiene algo de cierto. Borges representaba la cultura europea; Gombrowicz era, en cambio, existencial. Consideraba que primero estaban los polacos y los argentinos, no las abstracciones como Polonia y la Argentina. Su vida y su obra son la misma cosa. Era muy orgulloso, no quería arrodillarse ante la gran cultura o un centro como París. “Somos lo que somos, debemos expresarnos con lo que somos, con nuestra inferioridad, sin caer en el folklore”, les decía tanto a polacos como a argentinos. Su concepción literaria tiene mucho de lo que tuvo después el boom latinoamericano. Pero dicho esto, consideraba que Borges era un gran escritor, un caso aparte. Representaba una concepción vieja de la literatura, pero era al mismo tiempo un gran artista, y Gombrowicz lo respetaba por eso. Sobre todo sus obras de ficción, cuentos como “La muerte y la brújula”.
-¿Cómo fue su encuentro con Borges, que figura de manera tan escueta en el libro?
-Fue amabilísimo. Incluso me pidió que le llevara un ejemplar de Ferdydurke para que se lo leyera [Rita se ríe]. Pero no me animé: iba a ser muy cansador para él. En el fondo no estaban hechos para entenderse. Como dicen los ingleses: no era su cup of tea .
-Hay un testimonio revelador (el del editor Jacobo Muchnik): cuando Gombrowicz afirma, hablando de cuadros, que “el hombre es más importante que la obra”. Es curioso que una definición tan clara sobre sus propósitos sea provocada por un arte que supuestamente no le gustaba, como la pintura?
-En realidad le gustaba, pero decía que no. Gombrowicz tenía un sentido muy fuerte de la jerarquía. Para él, el arte mayor era la música, porque se situaba en el tiempo. A la pintura la consideraba un arte “tristemente físico”, hecho de materiales, colores. Pero en Vence, nuestros amigos eran todos pintores. Alguna vez le pregunté por qué vivíamos en una ciudad llena de artistas plásticos cuando se suponía que a él no le gustaba la pintura. “Porque me gusta vivir en medio de mis enemigos”, me contestó. De hecho, en nuestra casa teníamos muchos cuadros, pero Witold no los compraba. “Prestame uno -les decía a esos amigos-, que quiero estudiar mejor el asunto.”
-El retrato múltiple que surge de Gombrowicz en Argentina muestra que podía tener un carácter difícil. ¿Cómo se llevaba con usted?
-Era complicado y simple a la vez. Amaba a la gente joven, y le gustaba hacer con ellos de Chaplin. Conmigo era adorable, como un papá. Era uno de esos hombres como ya no había: perfectamente civilizado, tenía la verdadera cortesía de un gentleman , pero era exigente cuando se trataba de discutir un tema. Mi vida con él fue muy agradable.
-Recientemente pudo verse en la televisión un curioso documental de Michel Polac dedicado a él, en el que también aparece usted. ¿Recuerda algo de las condiciones en que fue filmado?
-¿Cuál, uno en el que él aparece saludando a cámara con la mano? El mismo ciclo había hecho poco antes un programa sobre Borges, y Witold les pidió hacer algo distinto. No quería elogios de los periodistas, sino preguntas difíciles. Le hicieron algunos cuestionamientos tan hirientes que yo podía verle las manchas que le brotaban en las manos. Faltaban apenas dos meses para su muerte, estaba hinchado por la cortisona, pero las respuestas fueron magníficas. En esos dos meses, siguió hablando de la Argentina. En Vence hacía mucho calor. No sabía cómo aliviarlo, y compré un pequeño ventilador. Le alborotaba el pelo y le pregunté si no le molestaba. “Dejalo así -me dijo-, que me siento como si estuviera en la Argentina.” Cuando murió, el ventilador estaba prendido.