Anoche falleció Rosa María Brenca, esposa durante muchos años y luego viuda de Alejandro Rússovich, el mejor amigo de Witold Gombrowicz durante gran parte de los años que el escritor polaco pasó en la Argentina. Como mujer de Alejandro también ella frecuentó durante años al autor de Ferdydurke, con quien mantuvo una relación asidua, intensa, aunque no ausente de ciertos sinsabores. De hecho, fue ella quien mecanografió el original de El Casamiento para la editorial EAM que dirigía Cecilia Benedit de Dibenedetti. Justamente durante ese episodio conoció a Alejandro, co-traductor de la obra y encargado de llevar los papeles a aquella editorial especializada en partituras. Ahora, con su muerte, muere también uno de los últimos vínculos que nos quedaban con el Witoldo, con el Gombrowicz argentino. En esa calidad la conocí yo y, aunque pasamos horas charlando de los años cuarenta, la literatura y los encuentros con aquel extravagante polaco que directa o indirectamente tanto marcó su vida, nuestra amistad fue creciendo hasta dejar todo aquello muy atrás para centrarse en sí misma. Fue una amistad transoceánica, de poca frecuentación, pero de mucho cariño –creo– mutuo. Fue una amistad con cincuenta años de diferencia de edad para ir rellenando a base de cartas y luego días de conversación principalmente en su departamento, con empanadas tucumanas y siempre nuevas sorpresas para ese joven investigador que era yo. Es justo decir que Rosa María brilló con luz propia: mujer muy culta para la época en la que nació, políglota, investigadora durante años en la facultad de Comunicación social de la Universidad UNICEN de Olavarría, publicó libros y artículos sobre lingüística y logopedia hasta bien entrados sus ochenta años. Entre muchas otras cosas de las que yo sé de ella. Pero esto no quiere ser un obituario, sino más bien una remembranza, el boceto público de una remembranza que dura años y que durará muchos más, tantos cuantos dure la memoria de los que la conocíamos y la queríamos.
Por lo tanto, a continuación voy a permitirme el lujo de recordar un poco nuestros encuentros. Nadie tiene que leerlos. Es mi pequeño homenaje a Rosa María, una prueba de humilde agradecimiento. Se lo debo. Me lo debo.
Nos conocimos en 2004, yo andaba por Buenos Aires recabando materiales para mi tesis doctoral sobre la recepción de Gombrowicz en la Argentina. Alguien me pasó el contacto, el más esencial de los que yo precisaba, de Alejandro Rússovich. Lo llamé y allá estaban los dos a las pocas horas esperándome en su departamento de Caballito, el mismo que acogiera tantos encuentros de Gombrowicz con la familia Rússovich en los años 50. Me mostraron la famosa pelela ilustrada que Gombrowicz le había regalado a su ahijado Adrián, primogénito de los Rússovich, el día de su bautizo. La guardaban envuelta en una bolsa de plástico, encima del armario de la habitación. (Ahí Rosa María se arranca a contar lo mucho que sufrió aquel día, temiendo alguna salida de tono o provocación del polaco en la iglesia. Afortunadamente la provocación fue precisamente aquella divertida escupidera. Nada más. La ceremonia fue perfecto). Charlamos, charlamos mucho. Entre los muchos materiales que me llevé de aquellos encuentros recordaré aquí unas fotocopias hechas directamente del original del panfleto auto-editado “Aurora”, la furibunda respuesta de Gombrowicz al silencio de Sur a la publicación de la traducción argentina de Ferdydurke, en la que por cierto había participado Alejandro. Medio siglo después de todo aquello, el viejo filósofo me hablaba del español del Witoldo, de la modulación de su voz, revivía el poliédrico carácter de su lejano amigo. Frase a frase se desmoronaban tópicos, surgía una vívida –vivida– imagen. Surgió también una inesperada amistad entre nosotros.
Un par de años después yo les monté una pequeña gira catalana a los Rússovich. Alejandro dio una memorable charla en la Universidad de Barcelona, y luego pasamos una semana en el norte de Cataluña. Aunque eran ya mayores aún estaban en forma. Lo sé porque los alojé en la primera planta de la masía familiar, con lo que tenían que bajar los peldaños de piedra de dos palmos de la antigua escalera para bajar al baño por la noche. Cómo lo cuidabas, Rosa María, a Alejandro: “Ponete el blushin, Alejandro”. Aquel “blue jean” argentino con la j arrastrada, la cazadora vaquera de aquel simpático joven de ochenta años, sonaba muy divertido en nuestros lares. Paseamos junto al lago de Banyoles, visitamos el barrio gótico de Girona, nos comimos un arroz marinero en Cadaqués evocando a Dalí.
En 2014 volví a Buenos Aires, iba a participar, pletórico de emoción, en el flamante primer Congreso Gombrowicz. Por aquel entonces Alejandro ya estaba internado y muy enfermo. Rosa María fue una de las invitadas de honor al evento. Allí nos encontramos y concertamos una cita para que yo la visitara en su casa. – Ah, pero el despacho de Alejandro está hecho un desastre, todos sus papeles revueltos! – me comentó. – No te preocupes, yo te ayudaré a poner orden – contesté de inmediato. No tengo reparo alguno en reconocer aquí mi pericia. Yo era perfectamente consciente de los tesoros para la filología polaca que escondía aquella pequeña pieza porteña. Los dos días que pasamos removiendo papeles, con la ayuda también de Nicolás Hochman, los recuerdo como una de las grandes aventuras que me ha sido dado vivir. Aparecieron muchas cosas, ya lo creo. El mecanoscrito original de El casamiento, con anotaciones del autor. Fotografías con y sin dedicatoria. Cartas, seis maravillosas cartas de Gombrowicz dirigidas al matrimonio Rússovich que Rosa María me ordenó leer en voz alta mientras ella fijaba la mirada en alguna parte hacia arriba.
Y una aventura llevó a otra. Apercibido de los valiosos materiales que habíamos encontrado, el Museo Gombrowicz de Wsola se puso en contacto con ella e iniciaron los trámites de traspaso de papeles, fotos y objetos. A mí y a la señora Szczepanek del Museo de Literatura de Varsovia nos tocó viajar a Buenos Aires para catalogar y llevarnos todo para Polonia. Un viaje de tres días al verano austral. Mi primer verano austral, pues mi Buenos Aires está hecho de frío, sol y nubes de invierno y olor a querosene. En todo momento mi felicidad estuvo teñida de cierto remordimiento por aquel “sacrilegio”. Lo hablé con la familia y ellos me tranquilizaron. Es lo que tiene la buena gente. Aquellos fueron los últimos días que charlamos en condiciones. Rosa María ya estaba muy debilitada. Metimos la pelela en una caja de cartón envuelta con decenas de bolsas de plástico que conseguimos en un super. Ni yo ni la señora Szczepanek sabíamos cómo se hacía aquello de transportar un objeto destinado a ser exhibido en una vitrina de museo. En el aeropuerto un agente de aduanas me preguntó: – ¿Qué llevan en la caja? Yo vacilé unos instantes y respondí: – Una escupidera. El tipo me miró con cara rara y dijo: – Pasen.
Al segundo Congreso Gombrowicz, que se celebró el año pasado, Rosa María ya no asistió. La aquejaba una horrible enfermedad neurodegenerativa (¿por qué será que estas enfermedades tienen que afectar tanto a la gente inteligente, a la que no debería olvidar, a la que no deberíamos olvidar?). Yo insistí en visitarla en el PH al que se había mudado, habían vendido el departamento de Caballito. Adrián me avisó: – No te va a reconocer. Y, efectivamente, no me reconoció. No pasa nada. Sí que tuvo en cambio unas palabras para Gombrowicz que no pienso desvelar aquí.
Rosa María fue una persona extraordinaria en el sentido filológico de la palabra, también Alejandro, obvio. No seguiré con los epítetos. Para mí son dos referentes y un regalo que la vida me dio. Así es como debo escribirlo. Y así es como los recordaré.
Pau Freixa. Barcelona, 14/6/20