COMO GLOBO ENTRE ALFILERES: ANGUSTIA Y ESPACIOS FICCIONALES EN CUENTOS DE EFRÉN HERNÁNDEZ Y WITOLD GOMBROWICZ
Nallely Yolanda Segura Vera
Witold Gombrowicz, hijo adoptivo de la literatura latinoamericana, aparece frecuentemente asociado a voces como la de Virgilio Piñera y Juan Rodolfo Wilcock, enlazado por ello a la línea de los escritores clasificados de alguna forma por su “inclasificabilidad”. Dentro de este mismo grupo, cabe también la figura del menos conocido Efrén Hernández, escritor mexicano recientemente rescatado y valorado por la crítica, y de quien suele hablarse más o menos en los mismos términos. Nacidos en el mismo año (1904), ambos autores crecerán con el convulso siglo y verán las transformaciones de un mundo estremecido por la guerra y el espanto. Tanto Gombrowicz como Hernández escribieron novela y relato breve. Este último, además, era poeta. La elección de sus cuentos como objeto de estudio obedece a que, me parece, es a partir de estos que podré dar cuenta de una tendencia respecto a la unión de personajes y espacio que es en sí misma parte fundamental de sus procedimientos y preocupaciones y sin duda se encuentra presente también en sus relatos largos.
Si en su momento Gombrowicz gozó de un sitio en el panorama cultural argentino y latinoamericano, el caso de Efrén Hernández es más o menos distinto. Su obra es trabajada dentro de campos semánticos que incluyen palabras como “secrecía”, “rareza” y “complejidad”, que poco aportan a la comprensión de este escritor disímil en el panorama mexicano, alejado y al mismo tiempo cercano a los grupos medulares de la cultura nacional.
Hacia finales de los años 20, Estridentistas y Contemporáneos son los dos centros en pugna. El espíritu nacionalista, revolucionario y de vanguardia de los primeros contrasta con el cosmopolitismo y la estética afrancesada (proveniente de las lecturas de Gide, Éluard, Mallarmé y todas sus ideas acerca de la poesía pura) de los segundos. Los primeros tienen puntos de acción en la provincia: Puebla y posteriormente Jalapa (conocida por ello mismo como “Estridentópolis”) acogerán sus manifiestos. Por el otro lado, ocupando puestos en el Estado, los Contemporáneos marcan la Ciudad de México y sus calles como su territorio. En este contexto, Hernández publica “Tachas”, su primer cuento, en 1928 y, si bien nunca se adhiere a ninguno de los polos del imán literario:
Con la novelística de los Contemporáneos tiene en común la creación de atmósferas oníricas y la representación desdibujada de los personajes (…)
Con los Estridentistas comparte el carácter de ruptura. (De la Cruz, 2014: 13)
Por lo tanto, sin ser figura aislada, no es tampoco hombre integrado a algún grupo pero sí participa en el paisaje literario como subdirector de la revista América, que publica por primera vez, por ejemplo, a Juan Rulfo, y que da sitio a las voces que serán luego relevantes para el siglo XX mexicano.
Unidos en su vocación por describir la condición universalmente humana y por las preguntas ‒que no por las respuestas‒ sobre el sentido de la existencia, en Efrén Hernández y Witold Gombrowicz, como intentaré probar aquí, la configuración de los espacios ficcionales desempeña un papel importante en la construcción del relato y los personajes. Adentrarnos en ellos es también dar cuenta de una visión acerca del mundo de ambos autores, entre quienes iremos haciendo paralelismos y comparaciones. Eso que Sierra señala para unir a Felisberto Hernández y Gombrowicz respecto a que “sus narrativas revelan una estética que tiene en común las experiencias de dislocación espacial y ‘excentricidad’” (Sierra, 2006: 59) nos servirá ahora, también, para hablar del mexicano y el polaco. La ex-centricidad, un fuera del margen que marca desde ya la distancia y la ubicación de nuestros autores y sus personajes.
Parto aquí de nociones sobre el espacio literario que reconocen, a la manera de Ingarden, su parecido con el espacio “real”, del que sin embargo se separa en la medida en que, en primera instancia, no puede hallarse su correspondencia exacta y, en otro sentido, no posee las características de infinitud que reconocemos en aquel. Así, del espacio literario solo vemos aquello que resulta relevante para la configuración del universo ficcional y en ese sentido se nos presenta como a través de la ventana del narrador que enmarca y se encarga de dar dirección a la mirada de quienes leemos. Ahora bien, “la pregunta qué es el espacio (real) como espacio no ha sido aún formulada; ni mucho menos respondida” (Heidegger, 1992: 49) en la medida en que la imposibilidad humana de separarse del espacio impediría también la distancia requerida para su definición clara y “objetiva”, de manera tal que tampoco sobre el espacio ficcional pueden hacerse sino aproximaciones que permitan echar luces sobre ciertos aspectos con la plena consciencia de sus limitaciones, certezas momentáneas que me permitirán seguir el paso.
El ser y el lugar son siempre uno indivisible: la forma de habitar el espacio es la que define al hombre y su manera de relacionarse con el mundo. Pensar y actuar sobre el sitio es siempre pensar y actuar sobre uno mismo. Habitar es, en sí, una apropiación del espacio: interacción del hombre con su entorno que transforma a ambos, adaptación tanto como reconocimiento.
De esta forma, los personajes son ellos y sus espacios, los lugares en los que se desenvuelven e interactúan con otros. En un primer momento, es el cuerpo de los personajes el que se erige como sitio propio: el aquí individual, único, del desplazamiento: decir yo es decir un sitio. “El hombre no es un espíritu y un cuerpo, sino un espíritu con un cuerpo, y solo accede a la verdad de las cosas porque su cuerpo está como plantado en ellas” (Merleau Ponty, 2002: 24). “El propio cuerpo (…) está en el mundo como el corazón en el organismo: mantiene continuamente en vida el espectáculo visible, lo anima y lo alimenta interiormente, forma con él un sistema” (219). No se puede, pues, establecer una división precisa entre el espacio y el cuerpo porque en esencia son una misma cosa: un personaje es también esa carne de palabras que se confunde con el punto que ocupa en el universo ficcional, uno y otro se dan sentido mutuo durante toda la narración.
La predilección por espacios cerrados, como veremos, implica también una vocación por la asfixia y la duda que bien parecen empatar con el espíritu del existencialismo tan en boga durante el siglo XX, especialmente en la posguerra y durante las fechas de producción de relatos breves de nuestros autores. Hernández, recordemos, publica su primer relato en 1928 pero no es hasta 1956 que edita una recopilación de cuentos, de modo tal que el periodo de creación se extiende a lo largo de estos veintiocho años. Gombrowicz, por su parte, publica un primer volumen en 1933, que luego será reeditado con el agregado de tres textos más en 1957 (es decir, en el transcurso de veintitrés años). No me detendré aquí en la interpretación singular de cuentos sino más bien en lo que la configuración de los espacios ficcionales presenta y representa: semejanzas y diferencias entre las poéticas de estos dos autores que me irán dando la posibilidad de hablar sobre la manera en que hombre y sitio interactúan y van dando cuenta de una visión ante la libertad humana o la imposibilidad de esta.
Efrén Hernández, o trazar puentes a la nada
Iniciemos nuestro recorrido con Efrén Hernández y su cuento “Tachas”, que signaría el arribo del autor al mundo literario. La acción ‒si es que puede hablarse de tal‒ transcurre en una escuela primaria. El profesor pregunta insistentemente: “¿Qué cosa son tachas?” y el protagonista, que narra en primera persona, no hace sino distraerse mirando hacia fuera del aula:
A través de la parte no despulida del vidrio de la puerta de la cabecera del salón, veíanse, desde el lugar en que yo estaba: un pedazo de pared, un pedazo de puerta y unos alambres de la instalación de luz eléctrica. A través de la puerta de en medio, se veía lo mismo, poco más o menos lo mismo, y, finalmente, a través de la tercera puerta, las molduras del remate de una columna y un lugarcito triangular del cielo. Por este triangulito iban pasando nubes, nubes, lentamente. No vi pasar en todo el tiempo, sino nubes, y un veloz, ágil, fugitivo pájaro. (Hernández, 2007: 9)
De manera tal que a la cerrazón impuesta por la pregunta sin sentido del maestro y a la disciplina que impera en el ambiente se añade también la limitación de las cuatro paredes que permiten apenas la visión de una exterioridad que se muestra como promesa. Es este triángulo celeste el que funge como válvula de escape para nuestro personaje que, contenido como está, puede paliar el encierro con esa esperanza de apertura. Hay, a lo largo del cuento, oscilaciones entre el adentro y el afuera que muestran también la oposición fijeza/movimiento:
Ahora, el cielo, nuevamente se cubría de nubes, e iban haciéndose en cada momento más espesas; de azul, solo quedaba sin cubrir un pedacito del tamaño de un quinto. Una llovizna lenta descendía, matemáticamente vertical, porque el aire estaba inmóvil, como una estatua. (10)
Arriba, movimiento y concentración; abajo, una llovizna quieta como la vida que transcurre lenta, casi eterna, para el niño. “De abajo subía el ruido de toda la ciudad; de arriba caía el silencio de todo el infinito”. Aquí, el infinito se encuentra sobre la finitud terrestre, la resolución espacial del infinito es hacia el exterior, en contraste con lo que sucede, como veremos, en “El banquete”, cuento de Gombrowicz en el que el infinito se proyecta más bien de manera horizontal.
Arriba/abajo, ruido/silencio, aquí/allá, adentro/afuera son las oposiciones dicotómicas que van haciendo y formando el espacio cuyo centro de orientación es el niño interpelado. A partir de esta distinción se configura también el extrañamiento. Ante la respuesta que brinda al profesor:
Todo el mundo se rió: Aguilar, Jiménez Tavera, Poncianito, Elodia Cruz, Orteguita. Todos, se rieron, menos el Tlacuache y yo que no somos de este mundo. Yo no puedo hallar el chiste, pero teorizando me parece que casi todo lo que es absurdo hace reír. Tal vez porque estamos en un mundo en que todo es absurdo, lo absurdo parece natural y lo natural parece absurdo. Y yo soy así, me parece natural ser como soy. Para los otros no, para los otros soy extravagante. (15)
Nuestro niño se siente fuera del mundo, desencajado: inversión de valores en la que lo natural es absurdo para los otros y viceversa. Un niño extra-vagante: que va afuera y no pertenece al ámbito al que lo ciñen. Hay aquí cierto carácter lúdico que se coloca como contrapeso tanto a la asfixia como a la angustia que se proyecta ante la falta de aceptación de los otros y al no-reconocimiento del sitio propio. Recordemos que este término, angustia, viene del latín angustus, angosto, estrecho: el que se angustia es el que no cabe, el que no encuentra su lugar en el mundo.
Ese sentimiento que para Heidegger será el miedo ante la nada, ante eso que no se sabe bien qué es y sin embargo está ahí, latiendo del otro lado de las cosas, atemorizando al hombre con su rostro vacío, es el mismo que luego, para Sartre, se transformará en el miedo del hombre ante su libertad, “el hombre toma conciencia de su libertad en la angustia, o, si se prefiere, la angustia es el modo de ser de la libertad como conciencia de ser, y en la angustia la libertad está en su ser cuestionándose a sí misma” (Sartre, 2009: 71). Esta aparente contradicción entre la etimología del término y la definición del filósofo francés no es tal en tanto ambas son caras de una misma moneda: el hombre extrañado de sí mismo que tiene dificultades para hallar su lugar, ya en la apertura de la posibilidad de acción infinita, ya en la estrechez de un cuerpo que lo limita a la manera de la prisión del alma que postuló mucho antes Platón.
La posibilidad de la posibilidad encuentra su manifestación en el encierro al que se opone la liberación realizada cuando, hacia el final del cuento, el niño sale de la escuela. No hay, en apariencia, un carácter verdaderamente atemorizante. La resolución, como dijimos, es absurda: el sinsentido aparece ahora como otra forma de escape ante el miedo.
En oposición, en “Santa Teresa”, es la amplitud excesiva de una habitación cerrada la que genera ansiedad:
Ahora que me voy fijando, este cuarto no es un cuarto a propósito para vivir. Se conoce. La vida es demasiado corta y el cuarto demasiado largo.
Si yo fuera carrete de hilo, podría acostarme en él sin doblar las rodillas.
La relación entre sus dimensiones desequilibra y lo pone a uno de mal genio; pero quien lo hizo debió ser, a pesar de todo, muy inteligente, muy previsor, y precavido, pues, previéndolo todo, construyó una puerta y, por ella, puede uno salir.
La puerta comunica con el patio.
En el centro del patio hay una fuente sin agua.
El agua la traen del ojo de agua y el ojo de agua lo puso Dios en la punta del cerro.
Otro medio de escape es la ventana. Aquella cuadrada y pequeñita visible desde aquí. Aquí, quiere decir un lugar muy próximo a la cama, en donde estoy sentado con ganas de dormir; más temeroso de acostarme.
La cama no es mi conocida, y como vi que es neurasténica y de todo tiembla, y sé que mi sueño es como la tierra; tiene dos movimientos: uno de rotación y otro de traslación, puede ser que cuando yo me mueva la cama esté pensando en otra cosa. En este caso se sorprendería, podría hasta desmayarse, doblar las piernas y dar conmigo en tierra. (Hernández, 2007: 16)
El espacio se muestra agreste hacia el personaje que, en tal extensión, es incapaz de hallar su sitio; la habitabilidad se impide también por una cama que cobra vida para repeler a quien en ella duerme. Para evitar la caída dolorosa sobre la tierra, en la habitación está colocada una estatuilla de Santa Teresa de Jesús a manera de centinela: la religión como paliativo para el miedo y la angustia. Es la santa quien debería encargarse de vigilar al hombre en su estadía insegura en el mundo; sin embargo, se distrae y lo deja solo. En oposición a él, la santa no es libre, le pertenece a Jesús, y “cuánto diéramos nosotros, hombres libres, por ser esclavos de un señor tan apacible como éste” (19), dice el personaje que se sabe dueño de sí mismo y de sus actos. La angustia viene aquí dada, pues, por esta responsabilidad del ser ante su ser, justo a la manera sartreana: hombre que debe responderse a sí mismo porque no tiene dueño a quien entregar cuentas de sus actos. Abandonado por Dios y por los santos, ha de entregarse a vivir para sí mismo y deberá buscar dentro de él la dirección y el orden. Antes de pasar a Gombrowicz, quiero detenerme en un último cuento de Efrén Hernández, “Unos cuantos tomates en una repisita”, que hace uso de la descripción detallada para mostrar la vivienda de Serenín, hombre apagado que habita en una vecindad a medio construir. En su vivienda hay una ventana que ha quedado sin terminar y es apenas un boquete sobre la pared. Si bien la casa tendría que ser, en una primera instancia, protección y cobijo, su carácter ruinoso es antes que otra cosa una amenaza:
La vecindad entera está acabándose. Contemplarla, y empezar a entrar de lleno, sin remedio, en la desconsoladora consideración de que el natural destino de las cosas es concluir y acabarse, son una misma cosa.
No vi nunca paredes más ruinosas, pilares más comidos, techos más combos, ni pisos más desechos. Vieja, lo que se dice vieja, vieja como ninguna otra cosa es esta casa, tanto, que en la tradición del barrio la elevan a contemporánea de Iturrigaray, el virrey. Y lo más grave, es que aseguran, que desde tan remotos tiempos no ha venido a pasarle un albañil ni por el pensamiento. Cosa no hay aquí, ni porción de cosa, que no sea de Damocles; canteras, vigas, ladrillos, etcétera, día y noche están suspensos, detenidos en semejantes hebrecitas de cabello, que yo tengo a milagro el que la lluvia de caliches, con ser tan pertinaz, no haya tenido, hasta la fecha, otras consecuencias que proporcionar ocupación a la sirvienta que aquí barre, quebrantar varios trastes y reformar, en quién sabe qué artes, la nariz de uno de los gallos de la portera. (35)
Pese a su peligrosidad, nadie se va de la casa porque ella misma es quien da sentido a la existencia de sus habitantes. La vecindad es un mundo entero en el que se desarrolla la vida de todos ellos al mismo tiempo que van fincando su identidad a partir de esta lucha por la supervivencia, dice el narrador:
Sin que sea dejarse arrastrar por la pasión del nacionalismo, bien puede asegurarse que no somos gallinas, y que en cualquier terreno podría presentarse como documento harto fehaciente, la intrepidez de los vecinos de esta casa. Y todavía pueden presentarse otros mayores, porque parece ser que, con el favor de Dios, nuestro heroísmo de ahora va a ser sobrepasado por las generaciones venideras. Por ejemplo, no es cosa que pueda dejar de ser contada, el espíritu que el día del terremoto demostró este chiquillo de la vivienda cuarta contando de los lavaderos para acá. Yo no creo, ni siquiera posible; pero aseguran que en lugar de asustarse, brincaba y corría lleno de júbilo gritando: que no se acabe, que no se acabe. ¡Que viva México! Lo que él no quería ver acabado era el terremoto. Y la verdad es que, con mexicanitos de éstos, podemos ir muy lejos. (36)
Es así que la definición de mexicanidad se resuelve aquí en este vicio por el aguante en condiciones adversas. Sería más fácil para los moradores irse a buscar otra casa pero, empeñados como están en habitar esta, aprenden a disfrutar su carácter amenazante. El niño que pide que el temblor no acabe es enseguida calificado con los epítetos de “niño excelso” y “Cuauhtemoccito”, ensalzado como héroe nacional de un país que, para la fecha de escritura del cuento, se encuentra en proceso de estabilización y modernización y cuyo progreso, empero, no llega al grueso de la población, enfocado en lograr apenas la supervivencia en la precariedad.
En oposición al carácter valiente de este niño, aparece Serenín Urusástegui, “cuyos espantadizos ojos, están bastante lejos de poder servir de explicación al morar de su dueño en esta casa” (37). Es en este antihéroe que se enfocará el resto del relato, hombre temeroso que, en oposición al resto de los habitantes de la casa, se encuentra todo el tiempo extrañado y desconcertado ante las amenazas del lugar. La suya es una habitación lejana al zaguán cuyo acceso es prácticamente laberíntico y dentro de la cual, según se dice en el relato, Serenín se siente como un caballero que ha debido atravesar bosques y regiones indómitas. Pero los caballeros no tienen miedo, y Serenín vive en perpetuo estado de zozobra y alerta, su vida se encuentra “como globo de hule entre alfileres”, expresión que bien me sirve ahora para definir de manera casi coloquial la angustia: ser constreñido en un espacio que es a cada momento amenaza, incomodidad y falta de calma, “pues piso y techo y muros de este cuarto están enemistados con el ser” (39). El espacio es tan agresivo que Serenín debe construir una especie de casa dentro de la casa, improvisados techos que le vayan atajando los frecuentes derrumbes y el polvo que sobre él va cayendo.
Serenín sobrevive porque está enamorado; es el amor el que le permite seguir habitando en la vecindad y evita que esta lo expulse:
Este muchacho puede estar descolorido puede ser polo de brújula cargado de electricidad de signo igual a la de la vecindad, que, por tanto, debería ser repelido, pero otra fuerza, interviniendo, ha venido a hacer burla de las leyes que gobiernan los fluidos eléctricos y a hacer que se produzcan fenómenos desconcertantes, cosas locas, a hacer de Serenín una brújula loca, cuya carga de signo negativo busca, contra toda lógica, la corriente, también de signo negativo, de la vecindad. (44)
Desde el boquete en la habitación que el narrador insiste en llamar ventana, Serenín puede, igual que el niño de “Tachas”, ver la exterioridad y la apertura del cielo que aparece como una suspensión momentánea de la visión de la clausura:
Esta palabra, cielo, es nada más una armazón, un garabato seco, para usarlo cuando no se halla otro en que quepa lo que quiere decirse. Esto es, en efecto, algo inefable, algo infinito, azul, dulce, dichoso sin medida. No existe la palabra, no existe el pensamiento, no existe la ternura ni el dolor bastante largo para poder tocar la cuenca de este techo sin techo que nos cubre. (55)
El cielo es la promesa de la alegría que Serenín no puede tener sino en forma de tomates: esos tomates que una chinita casada le arroja cada día a su vuelta del mercado y él atesora en una repisa. Altar, como él mismo dice, a su religión particular. En cuanto la portera lo descubre y propaga la noticia, Serenín sale a la calle para encontrarse con la noticia de la muerte de Álvaro Obregón. Pese a ello, “el verdadero pánico, era que Serenín tuviera en su cuarto sobre su repisita, unos tomates. Frente al cuarto del héroe, hormigueaba una multitud” (65) que él logra sortear para, finalmente, asir un tomate y con él convencerse de que “el tomate, el polvo, el cuerpo, el alma, etcétera… todo cuanto existe, y el cielo, son lo mismo” (65). Idea que, por lo demás, queda muy en consonancia con todo lo que hasta ahora he dicho sobre la inextricabilidad de hombre, alma, cuerpo y espacio.
Sobre Gombrowicz, o de cómo mirar la libertad en un espejo
Si en Hernández es frecuente el procedimiento de colocar imágenes de espacios abiertos más o menos accesibles como contrapunto para el encierro, en Gombrowicz es más común la presentación única de lugares cerrados o sin escapatoria. Mientras en los relatos del autor de “Tachas” casi siempre es patente la permeabilidad del espacio, veremos que para Gombrowicz no sucede de la misma forma. Por razones de tiempo, me centraré para este estudio en los cuentos “El banquete”, “Acerca de lo que ocurrió a bordo de la goleta ‘Banbury’” y “Aventuras”.
Para Sierra, en la escritura de Gombrowicz se hace patente la “disolución de la relación cohesiva entre el sujeto y su espacio circundante” (Sierra, 2006: 60). El matiz de extrañamiento en esta relación individuo-sitio es el que me interesa aquí. Percibo cierto carácter hiperbólico, casi grotesco, de la descripción y la conformación del espacio ficcional en la poética de Gombrowicz que, según intentaré mostrar, empata bien con las ideas de vacío y angustia que antes hemos observado en Hernández.
En el primer cuento, los consejeros de un Estado se reúnen a sesionar en una sala. Van a celebrarse las nupcias del Rey con la archiduquesa; empero, los consejeros se hallan preocupados por la venalidad de monarca quien, efectivamente, pronto les exige una gratificación por participar de la boda y el banquete. En tanto no recibe lo esperado, el Rey escapa y uno de los consejeros anuncia: “Señores, es necesario constreñir al Rey en el Rey, encarcelar al Rey en el Rey… Debemos enclaustrar al Rey en el Rey” (Gombrowicz, 2006: 13), expresión por demás concordante como aquello que antes he dicho respecto al cuerpo como primera espacialidad, aquí cárcel que le impediría escapar de los deseos y las acciones de otros que sobre él imperan.
Con el Rey apresado, “el banquete que tuvo lugar al día siguiente, en la sala de los espejos, revistió todo el esplendor imaginable y rozó, como los golpes de una campana, las esferas sumibles, casi celestiales, de la magnificencia” (13). Esta sala constituye de hecho una proyección espacial de infinito: espejos puestos uno frente a otro que construyen una línea que multiplica, abismo horizontal en el que el hombre confunde imagen propia y reflejo.
El Rey se ciega por el brillo de la atmósfera que bien puede entenderse como la luminosidad de esa totalidad que se presenta con los espejos. Aterrorizado tanto por el ruido como por el reflejo, alcanza a escuchar el sonido de una campanilla que lo hace relamerse. Los otros, por salvarlo del ridículo ante la archiduquesa, imitan el gesto. El sinsentido se proyecta nuevamente, pues, hacia el infinito; ello enfurece al Rey, que se siente esclavo de los consejeros que imitan todos sus movimientos y le impiden la singularidad. Eso hasta que:
El Rey se puso de pie. Todos los invitados se pusieron de pie. El Rey dio unos pasos, los comensales también. El Rey comenzó a deambular, los comensales comenzaron a deambular. Y, en aquel deambular, en ese caminar monótono e interminable, se alcanzaron alturas tan grandiosas del archideambular que Gnulo, repentinamente mareado, lanzó un alarido y, con los ojos inyectados de sangre, se derrumbó sobre la archiduquesa y, sin saber qué hacer, comenzó a estrangularla lentamente ante la Corte entera.
Sin dudarlo un instante, el timonel del Estado se dejó caer sobre la primera dama que encontró a mano y comenzó a estrangularla. Los otros invitados siguieron su ejemplo. Y el archiestrangulamiento repetido por multitud de espejos se liberaba de todos los infinitos y crecía, crecía, crecía… hasta que la estrangulación cesó… ¡Y de esa manera el banquete rompió los últimos lazos que lo unían con el mundo normal y se liberaba de cualquier control humano! (18)
Así, la ruptura de vínculos con el mundo se presenta mediante esta repetición absurda y estéril: el estrangulamiento provoca el espectáculo de la fijeza. Esta quietud, tanto como la constricción previa, provocan el terror del monarca, quien decide huir ante tal visión. Gracias a la multiplicidad y la confusión “LA IGNOMINIOSA HUIDA DEL REY SE TRANSFORMÓ EN UNA CARGA DE INFANTERÍA, y ya no se sabía si EL REY HUÍA, O si EL REY DIRIGÍA EL ASALTO” (19). Acaso porque al final suceden ambas cosas. En un primer momento, el Rey es incapaz de huir de sí mismo pues, como hemos visto, se encuentra desde el inicio encerrado en su propio cuerpo, carne sitiada que le impide moverse. En otro sentido, la interdependencia de los hombres hace que, en el intento de huida, el Rey se vuelva perseguidor del consejo en tanto los actos del primero signan y definen los de los segundos.
En este cuento observamos entonces una configuración espacial que anuncia la paradoja de la libertad absoluta, pues con ella misma viene la condena: el drama de la libertad estriba, precisamente, en que las acciones del individuo suponen consecuencias para otros individuos: “El hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo y, sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace” (Sartre, 2009: 43). Una vez que el hombre se ha librado de las ataduras con su creador, es solo preso de su propia conciencia: la cárcel interior, esa que se lleva a todos lados y de la que nunca se puede escapar. Esta idea se proyecta aquí espacialmente en una línea multiplicada hacia el horizonte infinito: sucesión de personas, cadena de acciones que terminan uniendo y cerrando el círculo del banquete que los toma a todos, final y fatalmente, prisioneros de ellos mismos.
En “Acerca de lo que ocurrió en la goleta ‘Banbury’” hay una apertura que, sin embargo, es solo aparente. El protagonista se embarca en esa goleta justamente porque desea escapar de su conflictiva vida en el continente europeo. Al arribar a la embarcación debe despojarse de todo su equipaje; sin embargo, hay un vacío interior del que no puede desprenderse para comenzar el viaje:
Devolví a las olas todo lo que había dentro de mí, gemí, vacío como una botella vacía, impotente para satisfacer a los elementos que exigían cada vez más de mí… cada vez más… El vacío insoportable del estómago me martirizaba física y moralmente, y, aunque devoré las mantas y la almohada, no logré que ninguna de esas cosas permaneciera en mi interior más de un segundo. (38)
Este vacío no es propiamente un malestar por el movimiento del navío, pues lo molesta “moralmente”, ausencia de algo que no se sabe qué es: miedo ante la nada, nos diría Heidegger. Hambre imposible de acallar que lo obliga a ingerir primero la ropa de cama, luego la tercera parte de la reserva de arenques y sardinas del barco y que bien puede interpretarse como imagen sinecdótica del viaje: búsqueda insaciable que no logra satisfacer a quien lo emprende.
Hay, en su movimiento, cierta ilusión de fijeza: “Observaba la tierra rocosa de Europa que huía a lo lejos. ¡Adiós, Europa! Me sentía vacío, ascético y ligero” (39), dice Zantman, el protagonista, de manera tal que es el continente el que se mueve mientras la embarcación permanece quieta sobre el azul, su andar monótono genera la sensación de detenimiento, del mismo modo que la apertura hacia el mar más bien constriñe a los navegantes en tanto no es más que ilusión paisajística. El mar es prisión porque lo único que permite es un movimiento imperceptible, atrapa el espíritu y lo detiene en esa cárcel de agua dentro de la que se contiene esa otra cárcel que es el barco: sucesión de jaulas que llegan, igual que en “El banquete”, hasta el cuerpo propio.
La angustia se proyecta también en el momento en que quieren usar a Zantman como anzuelo para que, como a Jonás, lo trague un pez gigante. Encierro móvil en un cuerpo vivo, Zantman quedaría así obligado a solazarse en la culpa originaria y a convivir con el miedo ante la oscuridad que lo absorbe. Sin embargo, este castigo no queda sino como amenaza enunciada, a la que se superpone la de la presentación de la desnudez del capitán Clarke. Encuentro violento con el otro que causa en sí mismo un temor tan grande como el de ser tragado por la bestia marina. Finalmente, ninguna de estas posibilidades se realiza, pero el ambiente viciado, casi claustrofóbico, en la embarcación se acentúa con la convivencia diaria y los roces, cada vez más violentos entre la tripulación y con el “tedio marino” (55) que desemboca en la decepción de Zantman:
Tengo que decir que yo había imaginado la vida en un barco de una manera absolutamente distinta. Esta, en cambio, no es sino una especie de fétido pantano. Falta completamente el aire. Esperaba aspirar el perfume salado del mar, el espacio, etcétera, mucho más saludable que el aire fatigante del continente, y en cambio encuentro aquí un ambiente opresor, estrecho y prepotente y por todas partes actitudes simiescas. (61)
Porque Zantman lleva dentro, como ya se ha visto, ese vacío primordial que es en realidad ambicioso y lo condena a la imposibilidad de plenitud y satisfacción.
Si para Serenín, el personaje de Efrén Hernández, el amor era tabla de salvación, acá hay un erotismo zoofílico capaz de suspender la monotonía asfixiante. Ante la visión de una ballena, los marineros activan el deseo y la nostalgia: la pena de sentirse lejos de sus seres queridos y las mujeres que los han amado, ese “aquí” instaurado en la patria y el lugar de origen que los devuelve a la esperanza del arribo a tierra firme. Este episodio culmina en un motín que genera un desembarque en el trópico. Mientras los marineros festejan y admiran el paisaje, Zantman permanece encerrado ante la inminencia de la orgía casi paradisíaca. Cierra el cuento:
No, no quería saberlo. No quería saberlo y no deseaba el calor, ni la exuberancia, ni el lujo. Prefería no salir al puente por temor a ver lo que… lo que hasta ese momento ofuscado, oculto y no dicho se desencadenaría con toda su falta de pudor, entre plumajes de pavorreales y fulgores espléndidos. Desde el comienzo todo había estado en mí, y yo, yo era exactamente igual a todo lo demás. El mundo exterior no es sino un espejo que refleja el interior. (90)
Final que va muy en consonancia con lo que hasta ahora hemos ido observando. Entre el terror de descubrir la esencia salvaje de los hombres no puede sino volver hacia sí mismo para descubrir que todo aquello que le asusta en los otros estaba, también, desde el inicio, en él. Aquí el afuera y el adentro aparecerían mediados por un límite. Podemos pensar que esta frontera es la del cuerpo, membrana que divide y al mismo tiempo comunica exterioridad e interioridad.
“Aventuras” continúa la temática del viaje marítimo del cuento anterior. El protagonista cae accidentalmente de un navío y, pese a que este regresa obsesivamente por él, la velocidad con que lo hace impide el rescate, logrado finalmente por otra embarcación. En esta, por el hecho de descubrir los pies blancos del capitán (un negro blanco) es tomado inmediatamente preso y luego arrojado al mar en un huevo de cristal fabricado específicamente para cumplir con su objetivo de ser prisión móvil, diminuta y transparente.
El personaje no está, sin embargo, condenado a morir, pues se le brindan dosis de caldo y un dispositivo para desalinizar el agua, todo suficiente para vivir diez años. La condena, sin embargo, dura menos tiempo pues una embarcación francesa lo rescata. Una vez que desembarca en Valparaíso, vuelve el miedo al Negro que, está seguro, lo persigue aún. Atraviesa todo el continente pero, efectivamente, es apresado de nuevo por el Negro, quien lo coloca en una gran bola de acero en el fondo del mar, de modo tal que el protagonista sería “el único que conocería de manera absoluta la oscuridad, la muerte, la desesperación. En fin, mi destino superaría al de todos los mortales en cuanto a unicidad” (98). Para el Negro la tortura del personaje es una forma de poseer, él mismo, el abismo: envía una suerte de emisario hacia la nada. Para este, la angustia se siente ya en forma de presión submarina sobre el cuerpo. Atrapado como está, asfixiado también, realiza esfuerzos sobrehumanos para liberarse y finalmente lo consigue: la bola sale disparada, luego cae y puede volver a su casa de campo, de donde pronto sale para emprender un nuevo viaje, esta vez en un globo aerostático al que pronto convida a una pasajera. Nuevamente a la deriva, ahora por aire, frustra con otro viaje la boda que se acerca. Se excusa con nosotros, lectores, y dice que todo ha sido un accidente. Renuncia a la pausa del amor para continuar en tránsito y va a parar a una isla llena de leprosos deseantes de la que logra escapar.
El relato termina con nuestro personaje en el frente de guerra: dilación perpetua, esta historia con vaivenes de tensión y progresión que termina en nihilismo, vuelve a ser la confirmación de un viaje siempre insatisfactorio cuya búsqueda no termina pues, como hemos dicho, el vacío interno no puede llenarse con esa exterioridad carente de sentido único. El objetivo es, entonces, ese movimiento perpetuo que le brinda el consuelo del andar.
A manera de cierre
Tanto en Witold Gombrowicz como en Efrén Hernández podemos percibir una estética del extravío: el detalle, la nimiedad, la descripción abigarrada y la narración multiclimática generan una atmósfera de la angustia. ¿Cuál es el lugar en donde ha de caber el hombre?, ¿cuál la posición a la que se nos convoca a nosotros, lectores? Nuestro sitio, tanto como el de los personajes angustiados, es el de la incomodidad, el del perpetuo extrañamiento respecto a eso que se nos presenta en el relato.
Los espacios se describen como si tuvieran vida propia e interactuaran permanentemente con los personajes: una puerta que tiene cejas y gime constantemente, camas que amenazan con tumbar a los durmientes: no hay en absoluto comodidad ni calma. La relación del hombre con su espacio queda tematizada hasta extremos varias veces cómicos, el carácter hiperbólico de esta problematización hace que también nosotros, lectores, nos sintamos incómodos ante ese universo repelente y al mismo tiempo encantador que tanto va diciendo sobre el extrañamiento primordial del hombre ante su entorno. Hay ciertos elementos que podrían fungir como paréntesis de calma que, sin embargo, no terminan de funcionar para los personajes: la religión, el amor, el erotismo…
Efrén Hernández se encarga de conectar adentro/afuera como forma de mostrar el vacío patente: sus personajes se encuentran cabalgando entre la ausencia de dios y la constricción de los espacios: sea la habitación, la vecindad o la escuela, el cobijo que han de hallar los constituye apenas una pausa en su recorrido solitario: el abismo es interior, habita en cada uno de ellos de la misma manera que ellos lo habitan y le dan forma. Eso mismo ha de suceder en Gombrowicz. En él la angustia viene porque, aunque haya grandes espacios abiertos (como el del mar o como el del infinito generado con espejos), inabarcables con la vista, se hace también patente su inhabitabilidad: el mar repele al hombre tanto como la tierra a la que no termina de llegar nunca ‒o a la que, en realidad, quizás no quiere arribar.
Esos “espacios dislocados” (Sierra, 2006: 59) son, en sí mismos, un perpetuo extrañamiento. No caos sino orden distinto en el que no se sabe cómo hay que comportarse, espacios que se rigen por normas distintas, a las que los personajes, incluso si han vivido siempre en ellos, no terminan de acostumbrarse. Efrén Hernández y Witold Gombrowicz develan abismos interiores: abren la flor de la angustia hacia fuera del cuerpo.
Bibliografía
De la Cruz, Nayeli (2014). La paloma, el sótano y la torre de Efrén Hernández. El espacio como dialéctica del cielo y la tierra (tesis de maestría). México: UNAM.
Gombrowicz, Witold (1976). Bakakaï. Barcelona: Tusquets.
Heidegger, Martin (1992). “El arte y el espacio”, en Barañano Letamendía Kosme, María de, Chillida, Heidegger, Husserl: el concepto de espacio en la filosofía y la plástica delsiglo XX. País Vasco: Universidad del País Vasco. Págs. 46-61.
Hernández, Efrén (2007). Selección de cuentos (material de lectura). México: UNAM.
Merleau Ponty, Maurice (2002). El mundo de la percepción. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Sartre, Jean Paul (2009). El existencialismo es un humanismo. Madrid: Edhasa.
—– (2004). El ser y la nada. Buenos Aires: Losada.
Sierra, Marta (2006). “Las Tierras de la memoria: las estéticas sin territorio de Witold Gombrowicz y Felisberto Hernández”, en Hispanic Review. Págs. 59-82.
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