El exilio fecundo de Gombrowicz

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El exilio fecundo de Gombrowicz

Gombrowicz llegó a Buenos Aires en 1939 y volvió a Europa en 1963. En “El exilio fecundo de Gombrowicz”, de Alejandro Michelena,  se puede leer una revisión del período de su exilio, en el que concibió gran parte de su obra. El artículo de Michelena se puede leer por acá o haciendo click en el enlace:

http://www.jornada.unam.mx/2007/05/20/sem-michelena.html

Alejandro Michelena 2

 

Uno de los episodios más extravagantes en la historia literaria argentina fue protagonizado por un polaco, llegado en circunstancias azarosas a Buenos Aires, que extendiera por casi un cuarto de siglo su estadía en ella, un poco por accidente, pero también porque le atraían la ciudad y su gente. Sin dominar bien el idioma, se atrevió a emprender la incierta aventura de traducir su única novela, publicada en Polonia en 1937. Llevó a cabo la tarea asesorado por un puñado de amigos escritores, en jornadas que se llevaban a cabo –en permanente debate muchas veces caótico– a lo largo de muchas tardes de la segunda mitad de los cuarenta, en varios cafés del centro porteño.

Su nombre: Witold Gombrowicz; la novela en cuestión: Ferdydurke. Participaron en la peculiar empresa los escritores argentinos Carlos Mastronardi y Eduardo González Lanuza, y los poetas cubanos Virgilio Piñera y Humberto Rodríguez Tomeu (por esos años residentes en la gran capital del sur), junto a algunos jóvenes aspirantes a las letras. Los lugares de trabajo fueron ciertos cafés y confiterías propicios al encuentro y la tertulia.

Pero no piense el lector que no se aplicó una metodología en ese trabajo colectivo. En cada encuentro, Witoldo –como le llamaban sus amigos– llevaba un fragmento traducido por él más o menos en forma literal, texto que sometía a la no muy ordenada asamblea, que entre cafés y bebidas espirituosas iba buscando las palabras más adecuadas y puliendo así cada párrafo.

Gracias al proceso de trasladar Ferdydurke a nuestro idioma, su autor volvió a sintonizarse con la literatura luego de una crisis que se había extendido demasiado, comenzando de ahí en más la escritura de sus novelas mayores, como Pornografía,Transatlántico Cosmos. Por otra parte, esa edición de Ferdydurke –con el prólogo, casi clarividente, de Ernesto Sábato– marcó el inicio del lento camino hacia el reconocimiento mundial.

DE SUR DE VARSOVIA A AVENIDA DE MAYO

El escritor tenía treinta y cinco años cumplidos y una trayectoria literaria en su país cuando, en 1939, aceptó la invitación a participar en el viaje inaugural de un transatlántico con destino a la lejana Buenos Aires. Desembarcó el mes de agosto de ese año crucial, y pensó que iba a pasar allí un par de meses a lo sumo.

La invasión de Alemania a Polonia, ocurrida en septiembre, volvió permanente su estadía, resignándose a esperar el final de la contienda. Pero mucho antes de que llegara la paz, Gombrowicz había sido encandilado y atrapado por los laberintos de esa ciudad extraña, con aires de Paris, pero también caracterizada por cierto aliento vital telúrico vinculado a lo nuevo, lo primigenio, lo original.

No lo deslumbraron los brillos europeizantes del grupo intelectual más prestigioso, que era el que rodeaba a Victoria Ocampo y la revista Sur, al punto que luego de algunos fugaces y controvertidos contactos con algunas de sus figuras notorias, se automarginó por el resto de las dos décadas y media que iba a permanecer en Buenos Aires. Sí lo deslumbró el potencial de juventud del país, y más que nada los jóvenes en concreto –nada ilustrados, algunos recién llegados del interior– con los que alternaba ambiguamente en las inmediaciones de la Estación Retiro. De alguna forma encontró en la pujante Buenos Aires en crecimiento de los primeros años cuarenta la confirmación de la filosofía planteada en Ferdydurke, donde quiebra una lanza en favor de la inmadurez en cuanto energía base de toda creatividad, contrapuesta al mundo adulto que vinculaba a lo rutinario y poco estimulante. El dionisiaco Witoldo se encontró en su elemento relacionándose con esos oscuros muchachos (en un doble sentido: por el color de la piel y por lo anónimos) en bares y cantinas del “bajo” bonaerense.

La otra parte de su vida, la diurna, se desplegaba en las confiterías Rex y La Fragata de la calle Corrientes, y también en el clásico Café Tortoni de Avenida de Mayo. En esos salones algo anticuados y solemnes encontró más calidez que en los hoteles y pensiones donde se vio obligado a habitar durante los primeros años de su residencia porteña. Allí reflexionaba, a veces escribía, mantenía conversaciones sin mayor compromiso y, sobre todo, jugaba al ajedrez. El “juego ciencia” iba a ser su pasión constante.

UN CORPUS LITERARIO BURILADO EN EL SILENCIO

Gombrowicz sobrevivió pobremente, manteniéndose gracias a colaboraciones en periódicos y revistas. Recién en 1947 accedió a un empleo más seguro como funcionario del Banco Polaco. Allí se mantuvo casi una década, hasta que renunció en 1956. Luego, gracias a la indemnización recibida, a inversiones que había logrado hacer, a una beca más bien política (proveniente de una organización anticomunista) y a algunos derechos de autor que ya comenzaba a cobrar, logró vivir con cierto desahogo, y sobre todo con el tiempo y la tranquilidad necesarias para concentrarse en su obra.

¿Cómo fueron los largos años del escritor polaco en Buenos Aires? Su hogar estuvo en los cafés durante las décadas del cuarenta y cincuenta, cuando la capital argentina era una ciudad donde los mismos se multiplicaban. Aparte de los sitios antes nombrados, que fueron de alguna forma sus espacios más habituales, solía recorrer otros lugares, como Los 36 billares, penumbroso café de Avenida de Mayo cercano a la plaza Lorea, o La Academia, de Callao casi Corrientes. Ambos recintos caracterizados por una similar estructura espacial: un primer salón con mesas de mármol y cómodos butacones; otro dedicado al juego de dados, y al fondo mesas de billares.

Por sobre todas las cosas era un gran conversador, siempre interesante y polémico, irónico y punzante, que naturalmente atraía a otros contertulios, sobre todo a aquellos más sensibles e inquietos.

Mientras tanto, en silencio y sin apremios editoriales iba elaborando su obra.Transatlántico es de 1953. Cosmos surgirá unos años después, en la primera temporada pasada por el escritor en Tandil, un pueblo de la Provincia de Buenos Aires que quedará unido indisolublemente al mito de Gombrowicz en la Argentina. Vale aclarar que el proceso de escritura de esta novela fue largo, al punto que aparecerá en 1965, cuando el autor ya está establecido en Francia, luego de ganar el Premio Formentor. Uno de sus textos hoy más leídos y comentados, el Diario, comenzó a publicarse por aquellos tiempos en la revista Kultura, vocero de emigrados polacos, donde apareció además su tercera novela, La seducción. En Buenos Aires se editará también su obra teatral El casamiento, que más adelante –en 1964– el gran director argentino Jorge Lavelli llevará a escena con gran suceso en Paris.

Otro aporte de la gran ciudad platense al universo literario gombrowiciano tuvo que ver con un título. Su libro de cuentos, que reúne relatos cortos escritos en Polonia entre los años 1927 y 1928, titulado originalmente Memorias del tiempo de la inmadurez, fue cambiado luego por el aparentemente enigmático Bakakai. Este es, apenas, la leve deformación de la calle Bacacay del característico barrio porteño de Flores, por muchos motivos cercano al autor.

EL GRUPO DE TANDIL

Los jóvenes se le acercaban. No solamente aquellos, míticos, de sus originales andanzas dionisíacas por los bares y entorno de la Estación Retiro, sino además los que tenían pretensiones literarias. Fue el caso de Juan Carlos Gómez, a quien llamaba con el apelativo Goma, quien formaba parte de sus mesas de las confiterías Rex y La Fragata. Goma mantuvo correspondencia con Gombrowicz luego que éste aprovechara una beca en Berlín para saltar a Europa, en 1963; ese intercambio se extendería casi hasta la muerte del escritor, en 1969. Las cartas del polaco a Goma fueron publicadas por éste recientemente, bajo el título Cartas a un amigo argentino.

Otros de sus jóvenes amigos, entonces aspirantes a las letras, fueron Alejandro Russovich y Miguel Grimberg. Ambos, junto al antes mencionado, formaron parte –en los años cincuenta– de la segunda generación de “ferdydurkistas” fervorosos. La primera fue la que se complotó con el autor para la traducción de su novela. Pero habrá todavía una tercera, vinculada a Tandil.

Lo primero que hizo Witoldo al llegar allí por primera vez, fue visitar la municipalidad y preguntar si había en la ciudad alguien inteligente… Los funcionarios, desconcertados, lo conectaron con un grupo teatral. Allí encontraría al jovencísimo Jorge di Paola, a quien apodó Dipi, uno de sus fieles de ahí en más que a partir de los setenta iba a desarrollar una interesante peripecia como narrador. Di Paola, Mariano Betelú y Jorge Vilela, iban a rodear al “viejo” –así lo llamaban– en sus frecuentes visitas a Tandil. Ese hombre, que bordeaba los cincuenta años, fue para estos veinteañeros provincianos un auténtico maestro socrático, con el que tanto podían hablar de la vida en Tandil como analizar el estado literario y cultural de la Argentina, o abordar temas metafísicos o filosóficos.

Estos jóvenes, los de Buenos Aires y los de Tandil, siempre tuvieron claro el privilegio que implicaba compartir las horas con un gran escritor. Y esa convicción la tuvieron (y mantuvieron) bastante tiempo antes de que, desde Francia, lo redescubrieran y comenzara su renombre mundial, iniciada ya la década del sesenta.

EL EXTRAÑO SALUDO A BORGES

No deja de pertenecer a la dimensión de lo anecdótico, pero ilustra bien una auténtica contraposición literaria y cultural. De vez en cuando, en sus diarias andanzas por el centro porteño a través de los años, el polaco solía cruzarse con Jorge Luis Borges, por entonces un escritor de enorme prestigio nacional e internacional, pero todavía “de culto” y lejos de la fama que iba a alcanzar más tarde. Borges, que aún no estaba ciego, nunca lo reconocía. En cada encuentro Witoldo le gritaba desde lejos, a veces desde la acera de enfrente: “¡Hey Borges, acá Gombrowicz!”

Corrían todavía los años cuarenta cuando Carlos Mastronardi se animó a presentarlo en una cena en casa de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, matrimonio de escritores que encarnaba la conjunción del prestigio intelectual y social. Borges, gran amigo de ellos, también participaba de la velada, y fue esa la única oportunidad en que estuvieron juntos con posibilidad de dialogar y conocerse. Si bien el autor deFerdydurke se mostró discreto y sociable, la impresión que dejó en el prestigioso trío fue que se trataba “de una especie de anarquista algo turbio y de segunda mano”.

LA DÁRSENA Y EL ÚLTIMO CAFÉ

En el final de su último verano en el Río de la Plata, retirado en una playa de Uruguay y dándole los últimos toques a su novela Cosmos, recibió una invitación de la Fundación Ford para una estadía de un año en Berlín. La misma se traspapeló en los laberintos del correo y llegó tarde a sus manos. Y cuando pensaba que la posibilidad de transitar el camino contrario al de su viaje del año ’39 –tantas veces rumiada en años anteriores, al compás del aumento de su fama europea– se había evaporado, llegó la noticia que la invitación y la beca seguían en pie.

En pocos días Gombrowicz vendió sus pertenencias y arregló sus asuntos en Buenos Aires. Y a pesar de las dudas y conflictos interiores en relación al viaje que, de acuerdo con el testimonio de su Diario, lo iban a asediar incluso durante el cruce oceánico, se dispuso a quemar las naves (esta vez de manera deliberada).

Los últimos momentos en la Reina del Plata los pasó en un café cercano a la dársena, rodeado de sus más fieles amigos, mirando el muelle y la placidez del agua portuaria. Luego, ya instalado en cubierta y contemplando a lo lejos el perfil de Buenos Aires alejándose implacablemente, en un episodio de auténtica cepa “ferdydurkeana” el escritor se dio cuenta de que había perdido los 250 dólares, único dinero que tenía para gastos hasta llegar a destino.

Un telegrama de auxilio a sus contactos europeos solucionó el problema a su llegada a Cannes, donde daría comienzo otra historia: la de la etapa consagratoria de Witold Gombrowicz, muy distinta que ese largo y paradójico período bonaerense que resultó a la postre el marco apropiado para la decantación de un corpus narrativo que ocupa un lugar de privilegio en la literatura del siglo XX.