Ferdydurke, o la traducción como provocación
Desde el jueves 16 de abril, y hasta el 26 de julio, se va a estar exponiendo en el Museo del libro y de la lengua la muestra Casi lo mismo, evento híper recomendable que problematiza el hecho de la traducción ofreciendo juegos, libros, obras de arte y videos. Y si de traducción hablamos, iuno de los episodios más locos, divertidos y místicos de la literatura argentina: la traducción del Ferdydurke en el café Rex. Por eso les contamos muy contentos que Nicolás Hochman, organizador del Congreso Gombrowicz, va a estar partcipando del catálogo de la muestra con el texto que les dejamos por acá, y en el que participan, además, eescritores y pensadores de la talla de Horacio González, Piglia, Américo Cristófalo, Chitarroni y Guillermo David.
Lo que pasó con Ferdydurke probablemente sea único en la historia de la literatura. Su autor, un polaco llamado Witold Gombrowicz, publicó esta novela en Varsovia en 1937, como parte de un plan maestro de conquistar el mundo a través de la provocación, la ruptura con las formas tradicionales y la inmadurez como estandarte. El libro, lleno de neologismos y un estilo exasperante para los lectores conservadores, hizo un poco de ruido en aquel momento, en aquel lugar, pero no más.
En 1939 Gombrowicz llegó a Argentina, donde permaneció casi un cuarto de siglo. Sin conocer a nadie, sin hablar español, ni tener dinero ni posición social alguna, se las fue ingeniando para sobrevivir. Para 1947 había conseguido que una mecenas financiara la traducción de su novela al español, lengua que ya hablaba pero no dominaba. Entonces le dio vida al proceso de traducción más extraño del que muchos tengamos noticias.
Todas las semanas se juntaban en la confitería Rex un grupo de escritores e intelectuales, comandados por el cubano Virgilio Piñera, y trataban de hacer magia. Porque la dinámica era más o menos así: Gombrowicz leía el libro en polaco (nadie más que él conocía ese idioma en ese bar, ni había diccionarios de polaco-español) y lo iba pasando oralmente al francés. Los eruditos de la mesa lo escuchaban y le contaban a los demás, en español, qué decía cada oración. Entre todos discutían cuál era la mejor traducción, que luego pasaban al francés para que Gombrowicz no se perdiera nada. Así con cada párrafo.
Al margen de la complicación evidente de trabajar con un equipo de más de diez personas opinando en simultáneo (los mozos entre ellos) y de intentar reproducir neologismos en polaco, existía un obstáculo más. A Gombrowicz le fascinaba cómo sonaban ciertas palabras. Su fonética. Y entonces, de repente, decidía cambiar una frase en polaco por otra en español que no tenía nada que ver, pero que a sus oídos resultaba muy divertida.
La traducción del Ferdydurke que leemos hoy en Argentina es esa misma. Una operación literaria alocada, innovadora, lúdica y, con total seguridad, más afín que el texto original a las ideas de Gombrowicz.