Gombrowicz, la risotada hecha libro

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Gombrowicz, la risotada hecha libro

Lucas Martín escribió sobre la literatura de Gombrowicz y el humor para el sitio manualdeusocultural.com. Les dejamos el texto completo, que también pueden leer por acá.

 

De todas las virtudes y arreglos florales que se le atribuyen a un buen escritor, existen dos que, salvo contadas excepciones, resultan a todas luces irrenunciables. Una hay que buscarla en la música, en la el andamiaje de las sílabas y de los silencios, de lo que afluye y de lo que no se ve, sus riadas y sus puentes. La otra, y en esta no se admiten salvoconductos, es el humor. No hay nada más pretencioso en un autor, especialmente si ha tenido la desdicha de nacer después del romanticismo, que la incapacidad para reírse. Si no se traban carcajadas entre la palabra y sus infinitas texturas, no merece la pena ser visto no oído. El problema es que la literatura no debería creer en espasmos ni tics aparatosamente engastados para envalentonar al público. El humor, si aspira a algo, tiene que abrir la puerta a la tragedia y humedecerse un pie en el abismo. Beckett es gracioso, Kafka también, Bernhard, un cachondo exquisito.

Gombrowicz es otra cosa. El gran capataz, el demiurgo, la risotada hecha libro. En realidad no sé que quieren que digan de él en un espacio tan comprimido. ¿Qué se puede escribir en mil palabras de un tipo que cerraba sus novelas proponiendo «clumb. club, club» o también «culo, culito, culeíto»? Empezaré por recomendar, para la hora de la merienda, la lectura gozosa de Ferdydurke. Después tomen hasta las solapas de Transatlántico, devoren Cosmos y sus Diarios en atardeceres embarazosos con auténticos tocados de plumas. Gombrowicz nació en Polonia y fue polaco hasta el final. Anduvo más de veinte años en Argentina y se tradujo a sí mismo con ayuda de Virgilio Piñera y de todo el que pasaba cerca del cafetín en el que se reunían, incluidas las panaderas y los camareros más participativos.

«Culo, culito, culeíto»

No se engañen. A pesar de su hilaridad, la literatura de Gombrowicz no se pliega con el circo. Lo que planteó este señor, enredado en el conflicto de la forma y la inmadurez primitiva, se revela en una de las experiencias más radicales de la literatura del último siglo. Si Kafka metió el horror en la oficina, Gombrowicz puso una cámara al lado de las pantorrillas existencialistas, de los mofletes grandilocuentes, de la ridiculez de la pena y la penuria. Este polaco fue un bestia. Agarró al escarabajo y lo descubrió fumando en calzoncillos. Pocos dieron en ese pasaje suave del dolor, en la fatuidad de la tragedia, en el componente tosco y vulgar de la locura. Repítanse siempre el ensalmo: «culo, culito, culeíto». Reventarán más de una tumba con sus risas.

Del dilema aristotélico de Gombrowicz, de su obsesión por el realizativo del hombre y su potencia iniciática de arcilla, surgieron algunas de las páginas más relevantes y divertidas de la literatura contemporánea. Si se habla de una vuelta de tuerca sobre Kafka, es porque manipuló el pistón donde éste se detuvo, no para perfeccionar la carrera, cosa harto imposible, sino para llegar a un punto irrepetible. En sus libros el antihéroe está muy por encima de salirse de la solemnidad, de disparatar en un sistema perverso y absurdo. Se trata de una conciencia no hecha atrapada en la palabra y la convención, de un exabrupto que acaba por bailar claqué en lugar de buscar el suicidio. Al fin y al cabo, el esperpento como consecuencia lógica, quizá también sensata, de la codificada y vana laboriosidad de la vida. Todo esto aparece en las novelas de Gombrowicz y es una delicia, salvo cuando le da por anudarse la corbata e intentar explicarse con ánimo científico.

‘Pornografía’, su novela más seria, no está a la altura del resto de sus discursos. Lo cual aún así es decir mucho. Bastante más que llamarse Dan Brown o, incluso, Patricia Highstmith. Gombrowicz conoció a Borges y Bioy Casares en la Argentina. Se aburrió como un cervatillo en una estampa navideña de fin de curso. Dijo que no entendía nada. A ellos les pasó lo mismo. En sus ‘Diarios’, el polaco se quejaba del engolamiento de los talentosos argentinos. Su búsqueda era bien distinta. Le interesaba la vida sin desbrozar, el hombre que no es, el sujeto difuminado, convertido todavía en pureza y energía. Así arranca ‘Ferdydurke’. Un señor que ha superado la treintena se sienta frente a otro que le convence que está en edad escolar y lo lleva a parvulitos. La forma definitiva enfrentada a los atascos del gerundio.