Gombrowicz y el microcosmos
Marcos Urdapilleta
Creo que en general las cosas van más o menos delimitando su propio campo, configurando un mundo propio en donde hay códigos particulares, usos, palabras, modos. O formas, más bien, formas propias y distintivas. Existe el mundo del teatro, el mundo de la política, el de la ciencia. Adentro del mundillo de la literatura hay otro más chico, un microcosmos de bordes difusos que contiene lo gombrowicziano: la inmadurez, la forma, la irreverencia, la juventud. Si tuviera que pensar el laburo del congreso Gombrowicz, me parece que lo mejor sería decir que fue como meterme a nadar en ese microcosmos, tratar de ir siempre más abajo, quizás hasta buscando un fondo, si es que existe.
La primera vez que fui a una reunión de preproducción para el congreso creo que todavía no sabía pronunciar bien el apellido. Decía Grombouics, o algo así. Sobre él sabía poco y nada: que era polaco, que había vivido varios años en Argentina, que tenía un libro con un título que no significa nada, que probablemente estaba medio chiflado. En definitiva, que era raro. Que era un escritor raro y seguramente un tipo raro también.
Así que lo primero que me propuse fue hacer bien los deberes. La idea era tratar de conseguir, como pudiera y lo más rápido posible, todo lo que encontrara para leer suyo o sobre él. Con sus libros empecé por el Diario Argentino, que me voló la cabeza. Después seguí con El Casamiento, pero tuve que esperar a que me llegara Ferdydurke para entender algo. Mientras tanto, para la web y las redes del congreso traté de hacer algo así como un trabajo de investigación o de archivo: básicamente, exprimir Google hasta la última gota. Hubo noches en las que el asunto se trataba de googlear y de nada más: cinco o seis horas tecleando y chusmeando, link tras link, abriendo pestañas de a quince o de a veinte. Llegué a pasillos de internet rarísimos (un foro de fumadores de pipa, por ejemplo) y a otros muy, muy oscuros. Descubrí que, con un poco de imaginación, se podría hacer sociología de ciber. Iba todos los días por lo menos una hora, después del otro laburo, el de oficina. En el ciber de Corrientes y Talcahuano, por ejemplo, hay de todo: entre gamers y africanos que hablan por skype, llegué a encontrarme con borrachos que se quedan dormidos frente al monitor y se caen de culo al piso, con viejas que se gritan y se tiran de los pelos, gente en patas que tira el paraguas a la marchanta. Y hasta me armé una especie de militancia witoldiana secreta, porque siempre que me iba, antes de cerrar la sesión, dejaba el flyer del congreso como fondo de pantalla.
En definitiva, la pasé muy bien leyendo y muy mal googleando, pero todo lo disfruté muchísimo. Y me parece que fue esto de ir avanzando al mismo tiempo en el trabajo y en las lecturas lo que hizo que los bordes, otra vez, se borraran un poco. Me empecé a encontrar con lo gombrowicziano todo el tiempo y en todas partes. Justamente como dice Gombrowicz en el prólogo al Casamiento: si querés pescar algo de la obra, no te fijes en teorías sino en la propia experiencia, en la vida cotidiana.
Una de estas cosas bien gombrowiczianas que iban apareciendo fue el lugar de las reuniones para el congreso. Enseguida Bellagamba se me quedó pegado al café Rex en el que Gombro y muchachos tradujeron Ferdydurke. La situación, me imagino, se presta bastante a la analogía teniendo en cuenta el desorden general, el ruido de la gente hablando, los mozos que van y vienen. Y aunque no tradujimos la primera novela de un vanguardista exiliado, sí armamos un documental, una muestra de ilustraciones, un libro con esas ilustraciones, un ciclo de teatro y un city tour.
Una vez, en una de esas reuniones en Bellagamba, Wanda, una de las organizadoras del congreso, nos contó una anécdota muy divertida, algo que le había pasado unos días antes. Eran, creo, las semanas previas al congreso, ella viajaba en subte. Una mujer sacó un libro y se puso a leer. Era un libro de Gombrowicz. Cuando Wanda le preguntó si le gustaba Gombrowicz, si lo conocía, si ya había leído algo antes, la mujer cerró el libro y le explicó que no, que antes no había leído nada, pero que ahora uno de sus hijos estaba participando en la organización de un proyecto sobre el polaco, un congreso internacional que se iba a hacer en la Biblioteca Nacional, en agosto.
A partir de esta anécdota del subte uno podría pensar que los lectores de Gombrowicz de algún modo están conectados -como flechas, palitos o gorriones. O sencillamente que, bueno, no son tantos. En todo caso, esa es una de las mejores cosas en las que para mí desembocó todo el laburo witoldista. En el alegrón de que una noche por Cabildo y Juramento, después de algunos meses, uno camine por la calle y se encuentre un tipo en la esquina, un cuarentón cualquiera, de camisa y corbata, un completo desconocido que va con el Ferdydurke que se reeditó especialmente para el congreso. Porque quiere decir no solo que el trabajo de meses valió la pena, sino también, y sobre todo, que cada vez hay más gente que se zambulle, que se mete a nadar en ese microcosmos de inmadurez, de forma y de irreverencia.