“La Argentina que adoptó al exiliado”
Acá pueden leer “La Argentina que adoptó al exiliado”, un artículo de Eduardo Berti en el que cuenta el exilio de Gombrowicz en la Argentina y habla sobre la influencia que ejerció en la literatura local.
Publicado en Ñ el 11/02/2006
http://edant.clarin.com/suplementos/cultura/2006/02/11/u-01139751.htm
El arribo a Buenos Aires del trasatlántico Chrobry mereció un breve recuadro en La Nación, por aquel entonces.
Entre los viajeros se nombraba a “Witol (sic) Gombrowicz, un humorista moderno, de vasta cultura”. Gombrowicz, 35 años, acababa de publicar Ferdydurke, “libro inclasificable” al decir de Bruno Schulz, y había plasmado una de sus ideas centrales: que el hombre vive “entre Dios y la inmadurez”, entre lo acabado (la “forma”) y lo imperfecto; que cuanto más se siente amenazado por la muerte, más nostalgia le inspira “el movimiento ascendente de la juventud”. Un país joven como la Argentina tenía que serle, por lo tanto, muy propicio.
Y Argentina le impresionó como una “torre de Babel”. De la sociedad porteña le llamó la atención esa “cultura burguesa tan poderosa que la hace parecer más cercana a París o a Roma que Polonia”. Pero los primeros tiempos fueron duros, como lo revela la semiautobiografía de Trasatlántico.
Gombrowicz se alojó primero en Flores, en la calle Bacacay; luego habitó diversas pensiones, como la de Tacuarí 242. De a poco se fue vinculando con artistas locales: Roger Pla, Antonio Berni, Leónidas Barletta. Escribió en El Hogar, en Aquí está y en La Nación gracias a Arturo Capdevila y a Eudardo Mallea. Hasta llegó a colaborar, bajo el alias de Mariano Lenogiry, en la revista católica Criterio.
Cuando la guerra terminó y Polonia se hizo comunista, comprendió que el exilio iba ser largo y tomó dos decisiones capitales: alquilar una habitación; conseguir que Ferdydurke se tradujese al español.
La habitación de Venezuela 615 fue la misma que ocupó hasta el fin de su estancia porteña. La traducción de la novela, financiada por su amiga Cecilia Debenedetti y a cargo de un comité presidido por los cubanos Virgilio Piñera y Humberto Rodríguez Tomeu, se realizó en el primer piso de la confitería Gran Rex, donde una sala de ajedrez era regenteada por el también polaco Paulino Frydman. La versión fue sometida al veredicto de Ernesto Sabato, autor a su vez del prólogo.
La revista Sur ignoró olímpicamente Ferdydurke. “No nos gustó, lo descubrimos más tarde”, diría Silvina Ocampo.
El desencuentro fue mutuo. A Gombrowicz nunca le entusiasmó Borges; su metafísica “compleja, estéril, aburrida” le era sin duda demasiado formal. Apenas llegó a vincularse fugazmente con José Bianco porque a éste le atraía la obra de Piñera, no tanto sus novelas gombrowizcianas (La carne de René) como sus cuentos de atmósfera kakfiana.
“No es Borges quien me irrita”, se explayaría en 1962, “son los borgeanos, ese batallón de estetas”. Opiniones semejantes cimentaron su fama de polemista, alimentada en las tertulias en los cafés La Fragata, El Palomar o El Querandí.
El sofista que se jactaba de conde y profesaba “la simple negación de todo lo que afirma mi interlocutor” acabó con un joven séquito, tanto en Buenos Aires como en Tandil. Eran ferdydurkistas el filósofo Alejandro Rússovich, el físico-matemático y empresario Juan Carlos Gómez, el escritor Jorge Di Paola, el periodista y poeta Miguel Grinberg o el dibujante Mariano Betelú.
Cuenta le leyenda que, al partir, le dijo a sus discípulos: “Muchachos, maten a Borges”. Un filicidio forrado de niño, digno de su inmadurez. Más que matarlo, las generaciones posteriores lo leyeron de otras formas y trascendieron una brecha (clasicismo vs. atracción por lo “bajo”) no del todo irreconciliable, porque ambos descartan a su modo la ficción psicologista y porque cuando Gombrowicz ve a la literatura polaca menos atada a su propio peso que la de los países centrales, coincide con el Borges de El escritor argentino y la tradición.
Sé de un novelista holandés que vino a Buenos Aires sólo para conocer la zona del Retiro inmortalizada en Trasatlántico y con quien llegamos a la conclusión de que la Argentina “ya alcanzó” a Gombrowicz. En términos literarios, su presencia es palpable: Ricardo Piglia, que ha querido ver en Gombrowicz y Macedonio dos almas afines, hizo del polaco una presencia tutelar en Respiración artificial; en el Alan Pauls de El pudor del pornógrafo hay ecos de La seducción; César Aira supo afirmar que “Gombrowicz es el gran maestro” y su obra, como bien observó Roberto Bolaño, a ratos semeja una puesta en escena de las teorías del polaco. Más aún: Thomas Bernhard recatadamente lo homenajea en Trastorno, donde un personaje secundario (el jardinero) se llama Gombrowicz. Y desde la mítica Rayuela de Cortázar hasta los más recientes ensayos de Milán Kundera sobre la novela rinden tributo a la sólida irreverencia de su literatura.