La pornografía según Gombrowicz

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La pornografía según Gombrowicz

 En 2004, el año Gombrowicz por el centenario de su nacimiento, Seix Barral emprendió la  edición de la biblioteca Gombrowicz (aunque al final no se vio completa). Así, a propósito de la reedición de Pornografía, Enrique Vila-Matas escribe sobre el experimento metafísico que los protagonistas maduros del libro, entre ellos el propio Witoldo, practican sobre la pareja de jóvenes que les hace de contrapunto.

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Cuando al final de sus días le preguntaban en qué consistía su fuerza, solía responder que para él todo en la vida era así y asá, inacabado, vago, insuficiente, y que ese era el verdadero lenguaje de la vida, y no ese otro, refinado, tan elaborado, forzado, hinchado, tan falsamente sabio y en realidad estúpido: toda esa ridícula madurez de la que nos vanagloriamos. Ya hemos entrado en plena materia de su emblemática novela Ferdydurke, obra de vanguardia que se publicó en Polonia en 1937 y que recogió fuerte incomprensión por parte de los adormilados críticos de aquel país. Dos años después, Gombrowicz, el aristócrata que había escrito aquella patraña vanguardista que había hecho nacer una minoritaria pero envenenada secta de ferdydurkistas que iba a extenderse en los siguientes años por el mundo, dejaba su patria para embarcarse en un transatlántico de recreo para conocer América y quedaría –muchos, entre los que se encuentra el propio Gombrowicz, creen que providencialmente– atrapado en Argentina, a causa del estallido de la Segunda Guerra Mundial, atrapado hasta nada menos que el año 1963, cuando tras las primeras críticas favorables a su obra, el escritor polaco, ya enfermo, retornaría a Europa, aunque jamás iba a volver a pisar la ingrata tierra polaca. Ya en Europa, maldecía a los críticos, sobre todo a los polacos, infame turba de analfabetos. A la larga les había ganado la batalla, pero se lamentaba Gombrowicz de que el reconocimiento de su obra había llegado demasiado tarde para poder disfrutarlo, de modo que los «críticos polacos hipopótamos» se habían salido en el fondo con la suya: «¿Presumido? ¿Megalómano? Escuchadme, hipopótamos: yo no me quejo de que vuestra estupidez profesional haya difamado sin cesar mi trabajo literario, que como se ha comprobado hoy, tiene algún valor […]. Pero sí lamento que os interpusierais entre yo y el mundo, banda infalible de maestros de escuela y periodistas. Bien al diablo con vosotros, os lo perdono, os perdono todo menos que hayáis logrado vencerme en mi victoria final sobre vosotros». Lo que Gombrowicz, pues, les recrimina es que han logrado que su éxito se retrasara veinte años y que éste le llegue cuando ya está demasiado cerca de la muerte, lo que contamina de derrota su triunfo. Pero también uno tiene la impresión –creo que la puede tener cualquier lector atento de los extraordinarios Diarios de este escritor– de que a Gombrowicz el éxito le horrorizaba, había luchado por tenerlo, pero cuando le llegó le sobraba, basta ver con qué mal humor recibe y habla de la Gloria, a la que ridiculiza como quien espanta a la visita inoportuna de la Muerte vestida con sus más gloriosas galas y moscas. El combate con los críticos polacos es sólo un pequeño episodio de la conflictiva relación con el país natal, un conflicto que aparece en todo su esplendor en Pornografía, la novela que ahora se reedita entre nosotros. Gombrowicz había nacido en agosto de 1904 en el señorío de Maloszyce, propiedad de su aristócrata padre, situada a unos doscientos kilómetros al sur de Varsovia. La finca natal inspira escenarios de Pornografía, donde una de las pretensiones del autor es parodiar la tradicional novela decimonónica ambientada en una finca aristocrática: parodia que resulta deformada grotescamente por Gombrowicz al situar la acción en la Polonia de 1943, entre ocupantes nazis, guerrilleros y una criminalidad desaforada, de la que participará el extraño «cuarteto sensual» que componen, caminando despacio en el crepúsculo general de Europa, Fryderyk, el propio Gombrowicz, Henia y Karol. Estos dos últimos aparecen descritos como jóvenes inmaduros que van a servir para un experimento metafísico y sexual que se proponen ensayar los dos primeros personajes, léase los dos adultos, uno de ellos el autor, que se pasó cinco años en Argentina ensayando a su vez la novela. Ésta se publicaría finalmente en 1960 en polaco (editorial parisina de ese país, literatura del exilio) y dos años después en francés, a la que seguiría la traducción de Gabriel Ferrater para Seix Barral, editorial que dio a conocer en España, con el apoyo minimalista de la entonces incipiente Anagrama, la obra de este extravagante autor y que ahora ha puesto en marcha una Biblioteca Gombrowicz en la que, con un plan de publicación que llega hasta 2010, se pretende editar la totalidad de la obra de uno de los escritores más decisivos del siglo XX y en España –a diferencia de Alemania o Francia–, a causa de las teorías hipopótamas reinantes (abundancia de críticos realistas que, encima, no leen), todavía no aceptado en compañía de Faulkner, Proust, Joyce y Kafka, los otros grandes del siglo junto a los todavía tampoco aceptados Gadda, Musil, Rulfo y Roussel. La propuesta de Seix Barral se inició recientemente con Ferdydurke, la emblemática novela de 1937 y ha continuado ahora con Pornografía, titulada en época franquista La seducción, cambio que a Gombrowicz siempre le gustó, entre otras cosas por el deterioro a que se vio sometida la palabra pornografía a partir ya de mediados de los sesenta, palabra empleada para cualquier maniobra obscena y asesinada y rematada en el suelo por el inefable Philippe Sollers, que quiso divinizarla, algo que habría dejado boquiabierto a Gombrowicz. Para decirlo de otra forma, en el horrible mundo actual hoy ya todo es pornografía. Pero cuando Gombrowicz escribió su novela sobre el vacilante erotismo adolescente, pornografía era, por ejemplo, una reflexión sobre el hombre maduro, que no necesita seducir porque es poderoso, domina y gobierna, mientras que sí precisan de la pornografía, y la utilizan con gracia, con todo su encanto y belleza, las mujeres y los adolescentes, lo que, en cualquier caso, le lleva al autor a la deducción sensual de que la belleza es inferioridad. Del enfrentamiento entre estas dos ideas surge Pornografía. El protagonista de la novela, Fryderyk, es para Gombrowicz una especie de Cristóbal Colón que parte a descubrir tierras desconocidas en busca de la belleza nueva, de la poesía nueva disimulada entre el adulto y el joven. Es un poeta de una conciencia llevada a un extremo. En la novela no suceden demasiadas cosas, tenemos en ella a ese Fryderyk que, acompañado por el autor en persona, encuentra a una joven pareja que parecen hechos el uno para el otro, una pareja que se halla soldada por un sex-appeal recíproco y que salta a la vista, pero que los dos ingenuos jóvenes son los únicos que no saben ver, sofocado el fuego natural por la tradicional ineptitud de la edad del pavo para darse cuenta de algo. Los dos viejos, Fryderyk y Gombrowicz, no sólo advierten la pornografía juvenil sino que quisieran que tomara de inmediato cuerpo, de modo que con precaución y guardando las apariencias, se ponen a ayudarles. Su ayuda atraviesa toda esta novela de formas arriesgadas y vanguardistas que hoy apenas se llevan y que ya sólo por eso hacen recomendable la lectura de esta novela inusual hoy en día y que nos recuerda que en otra época los creadores pensaban por cuenta propia y luchaban contra las formas rebelándose contra lo establecido. Todo el intento de ayudar a los ineptos jóvenes tiene el telón de fondo de la guerra y de la Polonia ensangrentada: «Nosotros los adultos, con nuestra conciencia y gravedad a cuestas, sabemos lo que es la muerte. Ahora bien, un ser frívolo la llevará a cabo frívolamente, así que confiamos a la juvenil pareja el asesinato de un nazi que, en sus manos, se volvería juvenil». Fryderyk y Gombrowicz empujan al crimen a los dos jóvenes buscando la sensual unión del cuarteto que forman y que podría realizarse plenamente de unirse pornografía y asesinato. Si bien este es el argumento –que desemboca en un final genial y desconcertante, muy artístico–, lo que más cuenta es la reflexión de fondo, lo que se pasa Gombrowicz toda la novela diciendo o pensando: que tal vez el hombre maduro, seducido para siempre por el joven que ha sido o el joven que ve a su lado, seducido y sometido por este joven, procura refugiarse en los brazos de una mujer que le proteja: se refugia, pues, en la debilidad, en su angustia y búsqueda difícil de la inmadurez asesinada por su plúmbea aunque poderosa madurez. De ser así, la mujer representaría la juventud para el hombre maduro. Cada día nos llegan noticias de estos movimientos, muy comunes en la vida cotidiana. No hay día en que no nos enteremos de que cierto maduro, para combatir su madurez, ha cambiado de mujer, ha buscado a una más joven. La lectura de Pornografía puede ayudarnos a leer esta noticia cotidiana con nuevos ojos. Cada día será entonces para nosotros pura pornografía. Gombrowicz tenía estas cosas, le cambiaba a uno ciertas visiones tópicas de la vida y del arte. Un gran artista. Era uno de esos hombres que siempre pasan a la ofensiva, toda su obra se ha instalado muy viva en el nuevo siglo. Junto a Musil, es el narrador del siglo pasado que, sin cerrarlos, abrió más horizontes a la literatura del porvenir. Su vanguardismo, por otra parte, es muy raro, porque en el fondo es muy tradicional: su vanguardismo es ya un clásico en países que no se llaman España. Asombra que este autor, arriesgando tanto en la forma, cale tan profundo en el alma humana, aunque, todo sea dicho, cala profundo pero lo hace sólo por entretenerse, por estropearle el juego a todos esos académicos que juegan a ser sabios y maduros y en realidad se dedican a cambiar de dueño y de periódico pero nunca de libro ni estilo, todos ellos unos eternos mocosos (que diría riéndose Gombrowicz), unos seres inconclusos y encima no conscientes de serlo. Contra todos ellos y contra muchas cosas más se erige la obra del gran Witoldo (como lo llamaban en su Argentina), Witold Gombrowicz, un genio que viaja felizmente a España para quedarse, dicen que como mínimo diez años.