Lo que Gombrowicz hace posible
Nicolás Hochman
A veces las cosas tienen un origen claro, racional, meditado. A veces no. Yo creo que el Congreso Gombrowicz y todo lo que detonó fue posible porque mi hijo dormía muy, muy mal. No es raro que los bebés duerman entrecortado, pero cuando Fabio nació, y durante los primeros seis meses, se despertaba cada quince minutos, cada treinta como mucho, todos los días, sin excepción. Y, para que mi mujer tuviera aunque sea un ratito de paz, todos los días me levantaba a las seis de la mañana y me lo llevaba a dar una vuelta por el barrio durante dos horas. Acá donde vivo, en San Fernando, a esa hora no hay nada. Nada en serio. No hay negocios abiertos, no hay gente yendo a trabajar, no hay borrachos desconcertados, no pasa nada de nada. El fardo dando vueltas nomás.
Con muchísimo silencio alrededor, con un montón de tiempo libre para pensar, fui madurando la idea de editar una antología con ensayos inéditos sobre Gombrowicz. Empecé a escribirle a algunas personas que podían estar interesadas, y lo estaban, pero con mucha sensatez me preguntaban en dónde saldría eso. Yo no lo sabía. Se lo planteé a tres o cuatro editoriales, que se mostraron muy interesadas pero, por supuesto, no podían confirmarme nada hasta no ver todo el material escrito.
Después de un mes de pasear con mi hijo de acá para allá estaba en un nudo gombrowicziano del que no podía salir. Hasta que apareció la idea como si fuera una epifanía, mientras salía el sol en la esquina de Constitución y Alsina: armar un evento académico, invitar a varios autores y, con los artículos en mano, presentarle el libro a las editoriales. Me parecía que llamarlo “congreso” le podía dar chapa, y le puse “internacional” porque conocía a un argentino que escribía sobre Gombrowicz desde Brasil, y porque un tío, psicoanalista francés, vivía en Buenos Aires la mitad del año y tenía fascinación por el polaco. Francia, Brasil, Argentina. Lo internacional estaba garantizado. No podía fallar.
Como si fuera un juego empecé a imaginar cómo se organizaba un evento así. Daba vueltas con mi hijo (en el cochecito, en el paragüitas, en la mochila, en la wawa, en el fular, a upa, en el auto) y en voz alta le iba contando lo que se me ocurría, mientras él me miraba con el estupor de los nenes que tienen cuatro meses y escuchan a sus padres hablar de Ferdydurke. Creé una cuenta en Facebook, otra en Twitter, y subí un flyer espantoso que hice con mis conocimientos rudimentarios en Corel Draw. De a poquito la cosa fue circulando y algunos loquitos empezaron a seguir las novedades, que eran puro humo.
Un día puse un aviso del tipo “Se busca gente para laburar en esto. No hay un peso”, y alguien contestó. Después otro, y otro, y otro. En cada reunión con los posibles nuevos integrantes yo planteaba abiertamente mi paranoia: ¿por qué alguien querría meterse a trabajar gratis en un proyecto semejante? ¿Por qué dedicarle tanto tiempo a un tipo tan desagradable como Gombrowicz, que seguramente hubiera desaprobado el congreso y se hubiera burlado de nosotros? Sistemáticamente cada una de esas personas me respondía lo mismo: “porque tengo ganas”.
Cuando me di cuenta había un equipo de organización de catorce personas, incluyendo a gente de Estados Unidos, México y Polonia. La cosa tomó un ritmo alocado, empezó a diversificarse, a expandirse, a tener una repercusión mediática que en mi vida hubiera imaginado, a llegar a otros lugares del mundo. Tomé conciencia de que todo se me había ido de las manos cuando en una misma semana apareció nuestra gacetilla en la Academia China de Ciencias (en chino) y cuando nos escribió un japonés, desde Osaka, para contar que ya había sacado los pasajes para venir. La gente se lo tomaba en serio.
Las reuniones de producción, que al principio eran esporádicas, se convirtieron en una fija de los miércoles a las ocho, semana de por medio, en el Bellagamba de Armenia y Córdoba, espacio gombrowcziano por antonomasia donde se come mal y barato. Ahí se cocinó todo de una manera grotesca, bizarra, divertida, ¿profesional? Entre bombas de papa y empanadas recalentadas en el microondas hablábamos de Cosmos y de Yvonne, de cuántos vasos descartables comprar, de qué galletitas serían más convenientes y cuántas comería cada uno, de si poner un dispenser de agua u otro, de cómo organizar el cronograma, de dónde sacar traductores para los autores extranjeros. Y así. Los detalles se convirtieron en una obsesión grupal.
En cada reunión aparecían ideas nuevas que se volvían cada vez más disparatadas, ambiciosas, imposibles de realizar. Una vez, por ejemplo, pregunté qué pasaba si teníamos cincuenta personas en el público y no iba ninguno de los expositores a una de las mesas. Después de mucho debate uno dijo: “¿Y por qué no armamos un documental sobre Gombrowicz, por las dudas, para tener algo que proyectar si pasa eso?”. Todos festejaron la idea, menos yo, que me definía como “la guillotina del pragmatismo”. Era mayo. O sea: para el congreso faltaban tres meses y un documental no se hace en ese tiempo. Además es muy caro, requiere mucha energía, equipo técnico, gente para realizarlo. Era una locura. Pero otro dijo “Yo tengo un amigo que se dedica a eso”. Y lo llamó. Y quince días después el amigo apareció y le gustó la idea, y propuso integrar a la productora con la que trabajaba, sumando equipos, gente y conocimientos. Tres meses después teníamos listo el primer work in progress de nuestro documental, listo para ser proyectado con la voz en off del genial Tom Lupo.
Por el congreso pasaron más de mil personas en esos cuatro días en los que hubo exposiciones académicas, charlas, una muestra de arte de cuarenta ilustradores, un pequeño ciclo de teatro llamado “Operación Bochinche”, performances, la preventa exclusiva del nuevo Ferdydurke, la presentación de nuestro Esto no es una nariz. Witold Gombrowicz según 40 ilustradores (que salió de imprenta doce horas antes de lanzarlo) y un city tour que incluyó dos combis y un recorrido desde el centro hasta Bacacay, que terminó en San Telmo, con medialunas y café con leche en La Ideal. Vinieron personas desde Polonia, Francia, España, Italia, Bélgica, Bulgaria, Japón, Estados Unidos, México, Brasil, Chile, Uruguay y varias provincias argentinas. Y no vinieron los refugiados asiáticos y africanos que durante meses estuvieron gestionando con nosotros permisos para poder escaparse de sus países. De verdad.
Del congreso me quedó la mejor experiencia profesional que tuve en mi vida, y que implicó trabajar en el proyecto un promedio de doce horas diarias durante un año y medio. Me quedaron amigos que antes no conocía, y que son gente que respeto, admiro y quiero muchísimo, aunque siga sin entender por qué estuvieron ahí, por qué están acá. Y me quedó el deseo de seguir haciendo estas cosas, de volver a organizar una segunda edición. Eso es lo que se está por venir.
Seguramente dentro de no mucho tiempo pueda hablar de todo esto con mi hijo, que ya duerme de corrido toda la noche (por lo menos con cierta frecuencia). Él ya sabe quién es Gombrowicz, lo pronuncia bastante bien (mucho mejor que varios de los que asistieron al congreso) y tiene un libro suyo en su propia biblioteca. O sea: es un pibe que, con casi tres años, debe pensar que un Gombrowicz es más o menos lo mismo que un Batman o un Hombre Araña. Y tal vez lo sean, porque si algo tienen en común es hacer que cosas que parecen imposibles se hagan realidad.