Los evangelios apócrifos: Witold Gombrowicz

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Los evangelios apócrifos: Witold Gombrowicz

El miércoles pasado, en el curso sobre Gombrowicz, preguntamos a los asistentes cómo habían llegado a los libros de Gombro, y cuando escuchamos a Rocío Nigrelli nos desternillamos de risa. Acá cuenta ella misma cómo fue su encuentro witoldiano con Witoldo:

Mi conocimiento de Gombrowicz se dio dentro de un panorama pletórico de ingenua epicidad y fanatismo: gracias a la bélica proliferación que tuvieron en primer año de bachiller los grupos estudiantiles, o, si se puede forzar el argot escolar, áulicos, dentro de la intimidad del salón de clases. Un determinismo inapelable dividía a mis compañeros en solipsistas conjuntos: el aula era un enjambre que convocaba a por lo menos cinco bloques diferentes, cordialmente enemistados. Cada rincón alzaba sus insignias en la liturgia inmadura con la cual se identificaban: formando parte, o por lo menos buscándolo, en esas miniaturas de cofradías de ansiada madurez. Con afán de impopularidad, no teniendo simpatía por ninguno de los ya creados, se me ocurrió inventar el grupo “De las identidades promiscuas”.

Con dos únicos miembros que disfrutaban usar de la palabra heterónimo como si se tratase de una polvera de oro con la cual maquillaban de distinción sus conversaciones o comentarios, pronto se disolvió, opacado por los demás, quizá inútil al no agarraparse como contrario de otro, sino de todos. Pero un profesor, cuyo nombre real se ha visto impelido por el apodo que llevaba en mi mente como un moderno Sísifo, escuchó por casualidad el nombre de mi conjunto, y sorprendido, me llamo en un momento de su clase a un costado. Era el profesor de Catequesis.

– Decime, Rocío, ¿vos leíste a Gombrowicz?

– No. ¿Quién es?

A los dos días, me encontré nuevamente cara a cara con el solícito pedagogo, enarbolando como si de una bandera se tratase un librito simpático, que pronto cayó en mis manos aquel semestre. Era el Diario Argentino. Dio comienzo a la plaga. Fue uno de los primeros autores que me cautivaron intempestivamente.

Si me preguntan ahora, no sé qué fue de mi profesor. Si bien en esta anécdota nuestra relación parece apacible, lo cierto es que nos llevábamos mal. Muy mal. Oí que un grupo posterior, dos años después, lograron que sus padres se presentasen a la directora, denunciándolo. Era proclive a enseñar budismo sosteniendo una biblia jamás abierta entre sus manos, o a utilizar métodos sectarios para convencernos de profecías supuestamente cumplidas, hasta volvernos fanáticos de lo que, al final de la clase, confesaba una mentira, tramada por él, con su atrabiliario orgullo. Quizá ahora esté leyendo esto. Entonces, tal vez, por fin pueda comprender que aquella vez en que llegó tarde, oyéndome murmurar lo que interpretó como un insulto, y amenazándome jovialmente con ponerme un uno y mandarme a marzo (¡Catequesis en verano!), no fue tal: lo que realmente dije en voz suficientemente baja como para que pueda haber sido cualquier cosa imaginable o inimaginable había sido su apodo, su nombre, ahora que ya se lo ha llevado el olvido:

“Oh, miren, ahí llega nuevamente de su exilio, el Durtal reconvenido”

Durtal es un personaje de Huysmans, que luego de indagar en los misterios del diablismo y el satanismo, para comprender mejor la figura de Gilles de Rais, en la novela La- Blas, se convierte en la siguiente de sus aventuras al cristianismo, casi de un salto, casi contradiciendo ese apotegma nietzscheano que afirma “El abismo mas difícil de salvar es el más pequeño.”

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