Un monumento del siglo XX
La mirada gombrowicziana en los Diarios aparece en este artículo de Nora Catelli de forma dual, centrada no solo en el pasado perdido de Polonia, sino atenta a la ebullición de una América joven.
http://elpais.com/diario/2005/09/17/babelia/1126913956_850215.html
Por encargo de una revista del exilio polaco, Kultura, que se editaba en París, desde 1953 hasta su muerte en 1969, Witold Gombrowicz (nacido en 1904) publicó un diario. Cuando lo empezó, no estaba en París sino en Argentina, adonde había llegado -en lo que parece una broma inmensa- el 19 de agosto de 1939, en el buque Chorbry, en un viaje promocional de una empresa naviera. Debió permanecer en Buenos Aires durante toda la guerra. Pero se quedó trece años más. Por razones misteriosas y probablemente no del todo conscientes, sólo emprendió el retorno a Europa (Berlín y París sobre todo) en 1963. En sus últimos años la estancia europea supuso el reconocimiento internacional, los premios y, desde luego, la decadencia y la enfermedad.
Doble horizonte
Por supuesto, no es éste un diario en el sentido corriente del término. Gombrowicz lo escribía directamente para publicarlo y lo armaba como un conjunto de géneros diversos: crónicas de viajes, observaciones sociales, bruscas irrupciones confesionales acerca de su vida sexual, fantasmas y obsesiones ideológicas y estéticas, polémicas literarias, e incluso un breve repaso histórico de la literatura polaca.
Cuando se lee el Diario en su conjunto asombra la persistencia de un primer horizonte; el de la vida polaca. Ésta no es nunca un resto del pasado; Gombrowicz interviene hacia atrás y hacia delante, como si lo sostuviera, respecto de Polonia, una cierta voluntad pedagógica. No es casualidad que utilice el diario para insertar, por ejemplo, un anexo exasperado y penetrante sobre el autor de Quo Vadis, premio Nobel en 1905, el popularísimo Henrik Sienkiewicz (“este demonio, esta catástrofe de nuestra razón, este destructor”), ni que sostenga los diálogos imaginarios más intensos y apasionados con Czeslaw Milosz, sobre todo a raíz de la publicación deEl pensamiento cautivo (1953), diagnóstico feroz de la vida cultural bajo el orbe soviético a partir de cuatro modelos de intelectuales. Ni que esboce, con desnuda franqueza, la semblanza cercanísima y a la vez inclemente de su colega Bruno Schultz, asesinado por los nazis y quien había sido, en 1938, el primer reseñista importante de la gran novela, de Ferdydurke.
No es, sin embargo, único ese horizonte polaco. Hay otro tan claro y dinámico como el anterior. Al revés de los diarios de otros desterrados, obsesivamente volcados a una única realidad abandonada, éste tiene una apertura de casi insoportable, fragmentaria y sesgada lucidez hacia el mundo que lo rodea. Y ese mundo, ese horizonte segundo, es la Argentina: “No saben que soy en cierto modo un especialista en su mayor problema -la inmadurez- y que toda mi obra gira en torno de ésta”.
De hecho, no sabían: Gombrowicz era lingüística y socialmente una figura opaca para la sociedad argentina, habituada desde principios de siglo a inmigrantes que hablaban con acentos vagamente centroeuropeos. También fue opaco para buena parte de suintelligentsia. Un polaco con afanes aristocratizantes que, como dice Blas Matamoro, se entendía al principio en francés con sus colegas argentinos, “como en esas novelas centroeuropeas en que la nobleza local conversa en francés como código de reconocimiento”. Esa opacidad le permitió muchas cosas. Entre ellas, una distancia enorme con respecto a sus lectores polacos, desperdigados por el mundo; lo que le permitía ser libre en el registro de sus fantasías o acciones más secretas. Un miembro de una literatura europea periférica en una sociedad periférica americana, sin ningún deseo de contacto la una por la otra: una doble indiferencia, tan provocadora como melancólica.
Los cuerpos jóvenes
¿Cómo apresar la esencia de este doble juego de periferias, como se diría hoy en los estudios culturales? Al principio, hay que fijarse en la sensación que el diario transmite. Aquí existe una que sobrevuela e impregna las más de ochocientas páginas, con todos sus vaivenes y técnicas diversas, ya que Gombrowicz ensaya desde el formato del artículo periodístico hasta la parodia de un diario convencional, con sus actividades diarias -ingestas incluidas-.
Se trata del sentimiento de lo tardío e, incluso, de lo póstumo. Por ello es tan significativo que el diario fuese escrito entre los 49 y los 65 años: una obra de vejez -e indirectamente sobre la vejez- a través del espejo y la obsesión de la juventud. Si hay una retórica presente en el Diario,ésta es sin duda la retórica de la mirada, que salva la parálisis de esa indiferencia doble. El exiliado y amante de los adolescentes mira y mira sin cesar. No para conquistar el continente, como los naturalistas alemanes e ingleses de los siglos anteriores, sino para restituirse en el placer diferido de un contacto que no llega nunca.
Por eso hay ingentes y maravillosas descripciones en Gombrowicz. En Argentina alcanza momentos inigualables. No sólo es la naturaleza, sino los cuerpos: esas nucas púberes de Santiago del Estero, de Tandil, de los lustrabotas que exigen una atención inagotable y fecunda. En la Europa del retorno -cuando Gombrowicz ha perdido la energía de su estancia americana- ya no existe casi ese registro, aunque sobresale un Berlín amable hasta la caricatura que, sin embargo, “como lady Macbeth, parece estar continuamente lavándose las manos” para hacer desaparecer la sangre. En el centro de la retórica de la mirada está “el secreto de” Retiro, la estación de trenes de Buenos Aires, donde Gombrowicz iba a buscar encuentros con sus “inferiores” (lo que horrorizó a Pasolini cuando leyó el Diario). Quizá el nudo homoerótico mantuvo con vida a Gombrowicz entre esos dos extremos simétricamente alejados e indiferentes: “un villorrio europeo” y “una nación perdida en la periferia, ahogada entre océanos, un país internacional, marinero, intercontinental”.