Witold Gombrowicz: Sueños del príncipe exiliado

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Witold Gombrowicz: Sueños del príncipe exiliado

A propósito del centenario del nacimiento de Witold Gombrowicz, Néstor Tirri escribe esta nota para La Nación en la que recuerda al autor polaco y ofrece un pantallazo sobre su obra y sus temáticas y obsesiones: la figura del padre, la patria perdida, la forma, el exilio.

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A mediados de junio pasado, en mi familia se recordaron los cien años del nacimiento de mi padre, un italiano que había llegado a Buenos Aires de niño, en la primera década del siglo. Un mes y medio después, el 4 de agosto, se conmemora el centenario de Witold Gombrowicz, un polaco que llegó a la misma ciudad en 1939. Aunque después ambos personajes viajaron por el mundo, ninguno de los dos volvió a ver su tierra natal. Mi padre murió en Tandil en 1955, dos años antes de que por esas mismas serranías aterrizara el polaco irreverente que habría de convertirse en uno de los escritores capitales de la centuria pasada. Si bien se trata de la simple coincidencia de dos europeos que confluyeron en el mismo solar de destierro, para quienes conocimos al autor de Cosmos en la adolescencia la asociación no es antojadiza: el tema del padre ocupa un lugar significativo en la obra de Gombrowicz.

Por lo demás, si bien el escritor no tuvo hijos, al partir desde el puerto de Buenos Aires en 1963 (y más aún al morir, en Francia, hace exactamente 35 años) dejó huérfanos a unos cuantos discípulos, quienes, en la Argentina que lo refugió a lo largo de casi 24 años, asumieron con fervor su legado intelectual y espiritual. Uno de ellos, el narrador Jorge Di Paola -acaso el más marcado por el polaco-, confesó en un film de Alberto Yaccelini (Gombrowicz, la Argentina y yo) que en su yo íntimo y a lo largo de su producción, la sombra del maestro siempre se le insinuó como un observador que ejerce sobre su escritura una exigencia crítica. Esta suerte de superyó literario afirmaría, en algún sentido, la presencia de Gombrowicz como la figura del padre, con todas sus connotaciones (modelo jerárquico, represor, instigador, etc.), en varios escritores argentinos.

A propósito de sincronismos, sería oportuno actualizar la clásica confrontación crítica de Ferdydurke con el Ulises, de James Joyce, del cual el texto polaco sería -se ha afirmado- un equivalente irónico-grotesco en el concierto de la novelística del siglo. Y viene a cuento porque, a propósito de ese canónico texto de las letras inglesas, recientemente se exaltó otro centenario: Joyce estableció una fecha precisa del año 1904, el 16 de junio, como el día en que Leopold Bloom cumple su “odisea” por calles y espacios de Dublin, esto es, la línea central del relato de Ulises. (Aquí, aunque en una dimensión no tan emblemática, Leopold Bloom también remite a la figura del padre.)

A propósito de su pieza teatral El casamiento (editada en 1948, estrenada en 1964), Gombrowicz sostenía que el protagonista, Enrique, vive un sueño en el que eleva a su padre a la dignidad de rey, a fin de que el padre le “otorgue” el casamiento, una operación-ceremonia que en la pieza adquiere una significación dignificante, restauradora de cierto orden, el restablecimiento de la “formalidad”. “Pero después -dice el autor- él mismo se declara rey y quiere casarse a sí mismo… y en el momento decisivo se quebranta y cae bajo el peso de sus actos que, por ser diferentes de él, lo sobrepasan.”

En ese planteo se reúnen algunas de las obsesiones de Gombrowicz (“witoldianas”, solíamos decir con más familiaridad) en sus principales obras: la inmadurez, el padre, lo jerárquico, la Forma, “lo alto” versus “la bajeza” y las implicancias simbólicas de las jerarquías familiares en términos de relación. El escritor entrevió la gravitación, en los actos de los hombres, de una cultura que codifica (léase “cosifica”) y que mucho de lo que a los humanos les ocurre no depende tanto del hombre sino de la relación de los hombres entre sí. Estos vínculos generan la Forma y “a ella está supeditado el hombre”, decía el autor en 1948, una concepción que preanunciaba convicciones más recientes sobre la producción de significados sociales, aquello de que el código condiciona el mensaje, o que el sujeto es atravesado por la significación de las experiencias interpersonales. Gombrowicz lo intuyó cuando usaba el vocablo “interhumano”: “En esta iglesia terrestre el espíritu del hombre adora el espíritu interhumano -dice-; aquí ocurren santos misterios, sangrientos ritos, oscuras revelaciones e iniciaciones. Aquí nadie de nada es responsable y nadie domina nada porque todo acontece entre los hombres, nada en el hombre mismo”.

El retorno imaginario

Estos mecanismos subyacentes parecen haber sido entrevistos por el autor desde esa perspectiva tan suya, situada en las antípodas, esto es, desde una nostalgia por la proeza individual, por la genialidad solitaria. Gombrowicz es una especie de príncipe en el exilio y como tal sueña, en El casamiento, con un regreso a su Polonia natal, a su casa. Ese regreso imaginario es la única posibilidad de volver, en un salto al vacío, a su medio natural. El regreso es soñado desde la capital Argentina, donde compuso la obra pocos años después del comienzo de su exilio.

En el sueño este príncipe finge ser uno más, un soldado raso que ha dejado el frente (la guerra se había iniciado justo cuando él viajaba en barco hacia Buenos Aires), un cualquiera que, a su vez, finge que se eleva a príncipe, para lo cual apela a la figura jerárquica del padre. Un doble fingimiento simula no ser un fingimiento, juego que recuerda la superposición de máscaras del teatro de Jean Genet. Nada de lo que ocurre lo trastorna demasiado; cree poco en lo que pasa: no son hechos de verdad sino una loca puesta en escena donde todos fingen lo que no son y también lo que son.

Esta configuración de seres que interactúan fingiendo lo que son (actúan para ser confirmados, “con-formados” por los otros) remite al Sartre de El ser y la nada, publicado poco antes de la invención de El casamiento, donde los personajes actúan para los otros, como el célebre mozo de Sartre, que finge ser lo que es. La mirada del otro, en efecto, exige de mí que yo actúe, pero también habría que decir que yo actúo para que los otros me confirmen en mi rol. Y cuando los otros me dan su aprobación, mi forma se asume en ser.

Todo esto constituye la visión anhelante de Enrique, quien sueña que vuelve a sus lares desde el frente de guerra. También lo sueña Gombrowicz, que no puede regresar a un país que ya no le pertenece, una Polonia ocupada por los nazis. Años más tarde, cuando Polonia se pliegue al bloque de la URSS, tampoco podrá volver. Y el escritor exiliado volverá a soñar el regreso a través de sus ficciones. Hacia 1958, en el período en que Gombrowicz empieza a frecuentar las sierras (y los bares) de Tandil, concibe y comienza a redactar Pornografia (así, sin acento, como se escribe y se pronuncia en polaco), que en la púdica versión española de tiempos del franquismo se publicó como La seducción.

Este inquietante relato en el que dos “viejos” intentan enredar eróticamente a dos adolescentes, sitúa la acción en la campiña polaca, durante la ocupación nazi. Es obvio que Gombrowicz, por entonces exiliado en la Argentina, no conoció ese estado de cosas. Hay apenas genéricas referencias a un entorno en el que rondan guerrilleros de la resistencia o a la total ausencia de judíos. Es interesante advertir el “fallido” del narrador cuando, en el texto, desliza: “Salimos al patio, vimos la casa, blanca, rodeada por abetos y tuyas, por avenidas y parterres -fascinadora como una aparición venida de los pasados y ya tan lejanos tiempos de la preguerra”. Es, en la ficción, el año 1943: ¿cuán lejana podía ser la preguerra, si no fuera porque el escritor la evoca desde otra campiña (tandilense o necochense), a veinte años de distancia, teñida e incrementada por el exilio?

La seducción (considerada por su autor “no una sátira sino una novela, una novela clásica”) es una de las escasas oportunidades en las que un texto de Gombrowicz remite concretamente, en un rapto imaginario, a ese país de origen que el escritor no veía desde mucho tiempo atrás y que no volvería a ver. Como el soldado raso Enrique al comienzo de El casamiento, su único regreso posible es ese asalto al mundo del insconsciente que aflora en el sueño o que se trasunta en el acto de escritura. Un sueño, en fin, que a cien años de su nacimiento y a treinta y cinco de su muerte sigue desafiando al lector a descubrir nuevas claves, nuevos sobresaltos del fantasma del padre y de los códigos ritualizados que formalizan las relaciones entre los hombres.

Los trabajos y los días

El 4 de agosto de 1904 Witold Gombrowicz nace en Maloszyce, a 200 kilómetros de Varsovia.

En agosto de 1939 una compañía naviera invita a personalidades polacas a integrar el viaje inaugural del transatlántico Chrobry (se pronuncia “jrobri”) que parte hacia Sudamérica. Entre los pasajeros figura Gombrowicz, quien para entonces ya goza de notoriedad por sus Memorias del tiempo de la inmadurez (1933), la pieza teatral Yvonne, princesa de Borgoña y -sobre todo- por la novela Ferdydurke (1937). La nave iba a permanecer dos semanas en Buenos Aires antes de regresar, pero en el ínterin las tropas de la Alemania nazi invaden Polonia. La mayoría de los polacos regresan a Europa y se refugian en Londres. W. G. decide quedarse en Buenos Aires. Atraviesa privaciones y penurias, rechazado por la intelligentzia argentina, liderada en los años cuarenta por el grupo Sur. Sin embargo, merced al tesón de un pequeño círculo de amigos que entrevén su dimensión literaria, la editorial porteña Argos publica una versión “castellana” de Ferdydurke, emprendida por un comité de traducción encabezado por el escritor cubano Virgilio Piñera (también exiliado) y asesorado por el propio autor.

El período argentino fue fructífero, ya que Gombrowicz compone El casamiento (1944-1945, publicado en 1948) y Transatlántico, completa Pornografia (publicada en 1962 en París y en 1968 por Seix Barral como La seducción), escribe una primera versión de Opereta (durante una de sus permanencias en Tandil, asediado por sus ataques de asma, en 1958) y Cosmos.

Después de permanecer casi 24 años en este país, en 1963, W. G. parte a Alemania con un subsidio de la Fundación Ford y ya no regresa a la Argentina. En Europa se produce un redescubrimiento del genio errante: en 1964 se estrena El casamiento en Francia, con dirección del argentino Jorge Lavelli, y las editoriales francesas publican la totalidad de sus obras. Poco después es traducido a múltiples lenguas, incluida la japonesa. En 1967 obtiene el premio Internacional de Literatura Formentor por Cosmos.

El 24 de julio de 1969, al cabo de reiteradas crisis asmáticas, muere en su residencia de Vence (Alpes Marítimos), Francia, por insuficiencia cardiorrespiratoria.

Un personaje de ficción

Más allá de sus cualidades de escritor, Witold Gombrowicz era un hombre que ejercía una especie de fascinación sobre muchos de quienes lo trataban. Virgilio Piñera, el gran autor cubano, también exiliado en la Argentina, era uno de los principales admiradores del polaco.

El magnetismo personal y las peripecias de la vida de Gombrowicz han inspirado textos de ficción a algunos narradores argentinos y extranjeros. En algunos casos, se ha tratado meramente de la recreación de una anécdota del escritor que ni siquiera aparece en los relatos con su propio nombre. Por ejemplo, en el libro La novia de Odessa, de Edgardo Cozarinsky, el cuento “Navidad del 54” tiene como protagonista a un hombre de letras extranjero muy semejante a Gombrowicz, a pesar de que no es polaco, sino austríaco, y que habla de “su” Viena. Se trata de un hombre mayor, que ocasionalmente frecuenta estaciones de ferrocarril en busca de la compañía de jóvenes. Las conversaciones con esos seres a la deriva tienen para él más interés que la charla erudita de los intelectuales que conoce. Después de muchos años de exilio en la Argentina, un grupo de intelectuales austríacos rescata la figura de aquel sobreviviente de otras épocas, le mandan un pasaje y le consiguen un departamento para artistas pobres en Viena. Los últimos años del hombre de letras transcurren así en su patria.

Laura Pariani, novelista y cuentista italiana varias veces premiada, que vivió dos años muy importantes de su adolescencia en la Argentina, acaba de publicar en Rizzoli, La straduzione. En esa novela, narra el difícil proceso de traducción de Ferdydurke, uno de los libros más complejos de Gombrowicz. Como cuenta Néstor Tirri en esta misma página, esa tarea la realizó un comité, presidido por Virgilio Piñera. Sus integrantes no sabían polaco. Pariani sigue los pasos de Gombrowicz desde su llegada a la Argentina, en 1939, hasta la publicación en castellano de Ferdydurke en la editorial Argos. Por supuesto, hay episodios imaginarios como el encuentro entre Roberto Arlt y Gombrowicz: después de haber asistido a una reunión literaria en un suburbio, los dos escritores comienzan a hablar en la estación de trenes que los llevará de regreso a la capital. Gombrowicz sabe perfectamente quién es Arlt; en cambio, Arlt no sabe que tiene delante a uno de los escritores europeos más innovadores de mediados del siglo XX. La narración, teñida de la melancolía nacida del desarraigo y de la soledad, recrea de un modo muy verosímil las sesiones de traducción en la confitería y la existencia marginal de Gombrowicz.

Néstor Tirri 1