El filósofo y la puesta en escena del pensamiento
El domingo pasado salió en La Nación este texto de Pablo Gianera,que además de un retrato es una despedida personal a Alejandro Rússovich, fallecido el pasado 27 de mayo.
http://www.lanacion.com.ar/1801574-el-filosofo-y-la-puesta-en-escena-del-pensamiento
Cuando lo conocí, hace casi un cuarto de siglo, no había leído todavía lo que otro había escrito de él. “Alejandro Rússovich? Russo es para mí la personificación de la genial antigenialidad argentina. Lo admiro. Mecanismo cerebral infalible. Inteligencia, espléndida. Capacidad de percepción y asimilación. Imaginación, inventiva, poesía, humor. Cultura. Una percepción del mundo complejos y llena de desenvoltura? La facilidad. Esa facilidad proviene del hecho de que él no quiere -¿o no sabe?- sacar provecho de sus ventajas. […] Pudiendo ser célebre, no quiere -¿o no sabe?- destacarse? No quiere luchar contra la gente. Discreción. No quiere imponerse. La bondad. La bondad lo desarma. Su actitud ante los demás no es suficientemente aguda. No combate con ellos, no se les echa encima. No necesita a los demás para ser alguien.”
Quien habla es Witold Gombrowicz en una entrada de su diario fechada en 1954. La relación de Rússovich con Gombrowicz se remontaba a los años cuarenta, y a las reuniones en el café Rex de la calle Corrientes. Se jugaba al ajedrez y Alejandro se agregó sobre el final al “comité” que traducía al castellano (reescribía en castellano) Ferdydurke. Nadie sabía polaco. Casi enseguida, Rússovich haría con Gombrowicz también la traducción (la reescritura) de la pieza teatral El casamiento. La amistad, compleja, duró hasta que Gombrowicz se fue de la Argentina.
Pero, como decía, cuando lo conocí no sabía nada de esto. Había leído ya Ferdydurke, pero la edición de editorial Sudamericana omitía los nombres del comité de traducción y entregaba a cambio un prólogo de Ernesto Sabato, por lo que el libro parecía escrito originalmente en castellano. Supe esto de casualidad. Yo leía el libro en el subte B y un pasajero se acercó a señalarme el error de esa edición. Antes de bajarme le pregunté el nombre. En un papelito anotó: “Zelarayán”.
Rússovich enseñaba en la Facultad de Filosofía y Letras en una cátedra que, estoy casi seguro, tenía como titular a Tomás Abraham. Ya ahí era evidente la condición excepcional de Alejandro. Nada de historia de la filosofía: problemas que demandaban ser considerados y que podían encontrarse en El banquete de Platón o en Ecce homo de Nietzsche. Sus clases eran felizmente antiacadémicas, y había en ellas una alianza de libertad y concentración que no volví a encontrar.
Terminó ese curso y, con un grupo mínimo, organizamos reuniones para estudiar privadamente con Rússovich. El punto de partida, y también el de llegada, era El mundo como voluntad yrepresentación de Arthur Schopenhauer, pero la pretensión consistía en leer la filosofía schopenhaueriana “con los ojos” de Kant, de Hegel y de Charles Sanders Peirce. Alejandro no se llamaba a sí mismo filósofo, y además, ¿quién se atrevería ahora a decir de sí mismo que lo es? Prefería decir que era actor y lo era de veras (quien pueda que vea Gombrowicz o la seducción, la película de Alberto Fischerman). Durante todo un año, cada miércoles al mediodía en un departamento del centro, se asistía a una puesta en escena del pensamiento. En las notas que conservo en libretas de esa época descubro el modo en que también Gombrowicz estaba en las entrelíneas de Schopenhauer. “No sé cuál es mi forma pero sufro cuando se me deforma”, decía Rússovich que decía Gombrowicz. Y entonces completaba: “Nos definimos por medio de las diferencias que nos adjudica el otro. Soy por otro, el otro es el que me forma y, más estrictamente, el que me deforma”. Schopenhauer está ahora algo lejos de mis intereses, pero Alejandro me enseñó una manera de pensar que me formó, o me deformó, para siempre en el mejor sentido.
Lo que no quedó en las libretas son las conversaciones en el colectivo, el 132, que tomábamos después juntos en la avenida Córdoba. Él se bajaba en Primera Junta y yo seguía un par de paradas más, hasta Puán. Al lado del movimiento intelectual de Rússovich, las clases de la facultad eran simples fuegos fatuos. Quedan ahora algunos de sus escritos en el libro Palabras encontradas, que compiló Rosa María, su mujer.
Me enteré que Alejandro Rússovich murió la semana pasada. Hacía años que no nos veíamos. Yo lo reconocía como maestro antes que como amigo. Pensé (no sé si por Alejandro, por Gombrowicz o por qué) en estos versos de Hölderlin: “Las horas de la juventud se fueron hace mucho, hace tanto./ Abril y mayo y junio quedaron lejos/. Yo no soy nada y nunca me sentí mejor”.